UN CACHORRO

Roma, invierno de 83 d. C.

Un día su madre no regresó. Al fin se aventuró con sus hermanos a salir en busca de comida. Siguieron el rastro de su madre hasta que se confundió en un mar extraño de olores intensos que no supieron interpretar. En ese momento un caballo, que arrastraba algo enorme apoyado sobre dos círculos grandes, destrozó a dos de sus hermanos. Asustados, todos se alejaron en direcciones diferentes y ya no los volvió a ver.

Sentía un hambre atroz. Caminó durante horas sin rumbo, por entre aquellas paredes con agujeros desde los que emergían, cuando menos lo esperabas, orines que no eran como los suyos, fuertes, intensos pero que no valían para orientarle en su larga búsqueda de comida. Había intentado coger carne en un lugar repleto de aquellos que caminan sobre dos patas, pero éstos le atacaron y tuvo que volver a echar a correr. Estaba exhausto. Llovió. Los charcos aliviaron su sed, pero el tema de la comida era cada vez más horrible. Si no comía pronto dejaría de andar. Se quedaría quieto en una esquina, se acurrucaría y no haría ya nada. Su instinto aún le estimulaba lo suficiente para no darse por vencido. Encontró entonces el mayor de los muros, el más alto de cuantos había visto en aquel laberinto confuso en el que la comida sólo la tenían los que caminaban sobre dos patas. Empezó a olfatear la base de aquel muro y su pelo se erizó: olía a muerte, muerte tras aquel muro, pero también olía a comida, a mucha comida, mucha carne de diferentes tipos. A él cualquier carne le parecía buena, o cualquier cosa. Un día subsistió con unas babas blanquecinas que encontró en una calle; no sabían a nada que hubiera comido antes pero su estómago no le dolió.También estaba ese olor allí, tras aquel muro. Había visto a los que caminan sobre dos patas comiendo esas babas, pero aunque se acercaba a ellos con cuidado, nunca nadie le daba nada, sino que movían sus patas altas con movimientos rápidos y gritaban; él, aterrado, volvía a correr. Seguía oliendo aquel inmenso muro. Orinó. Continuó corriendo buscando una entrada, pero aunque había muchas todas parecían cerradas. El sol no estaba y hacía frío. Había aprendido que el sol iba y venía y que cuando no estaba hacía más frío. En otra circunstancia, con el hambre saciada, como cuando su madre les traía comida, se hubiera tumbado en un rincón tranquilo y se hubiera quedado dormido hasta que saliera el sol de nuevo, pero el hambre era demasiado aguda. Sentía que o comía ya o se tumbaría para no levantarse más. De pronto, oliendo el suelo, se encontró con su propia orina. El muro daba una vuelta entera. Estaba donde había estado. Era un muro inmenso que trazaba un camino que volvía sobre sí mismo y había comida, mucha comida dentro. Olía a sangre de muchos animales muertos y donde había sangre había carne. Siguió dando la vuelta a aquella muralla hasta que, de pronto, vio que una puerta se abría. Varios de los que caminaban salieron de allí cargados con hierros que terminaban en punta y que él ya había visto blandir amenazadoramente si te acercabas. Las sombras le amparaban. Era pequeño, pequeño y rápido. Se deslizó al interior cuando volvían a cerrar la puerta.

Estaba dentro. Estaba dentro. Estaba tan contento que hubiera lamido a cualquiera de aquellos que caminaban a dos patas, pero desaparecieron al otro lado del muro y se quedó solo. Estaba oscuro, pero había sombras. Se veía una luz débil al final de un largo pasillo. El olor a comida era aún más intenso. Caminó con audacia, pero con precaución. Había aprendido que donde había comida también había golpes y gritos. Sabía que tenía que ir con mucho cuidado, pero el olor a comida era tan fuerte que lo arrastraba inexorablemente hacia las entrañas de aquellos muros. El pasillo descendía, poco a poco, pero descendía. No importaba. Iría hasta donde tuviera que ir. Entonces oyó voces. Decían cosas incomprensibles para él. Los vio al llegar al final del pasillo. Había varios de ellos con pinchos retorcidos, muy puntiagudos, clavados en otros muchos de los que caminan a dos patas que estaban tumbados, llenos de sangre. De ahí venía el olor a carne y a muerte. Daba igual. Para él era comida.

Mordió primero en una de las patas pero estaba dura: era mucho hueso y poca carne. Se concentró entonces en las garras superiores de los cadáveres, las que no usaban para caminar, y le parecieron más blandas. Su dentadura aún no podía despedazar los trozos más grandes de carne, por eso aquellas garras blandas de los que caminan le parecieron un manjar a su alcance. Comió hasta hartarse. Había muchos cuerpos allí amontonados y les royó a todos las garras blandas hasta saciarse por completo. Se sentó entonces, entre todo aquel olor a muerte y sangre y comida. Se quedaría en aquel lugar. No había luz, pero no importaba. De pronto le vino la sed. Allí no había nada para beber. La sangre estaba seca. Muy a su pesar tendría que salir en busca de agua. Se tumbó. Descansaría un poco. Sólo un poco.

Le despertaron unos ruidos metálicos extraños y todos sus pelos se erizaron. Se oía a varios de los que andaban erguidos acercándose. Se levantó y, veloz, dejó aquella sala de comida para buscar refugio en el pasillo largo y oscuro por el que había venido. Podía oler su propio olor en aquellas paredes y eso le dio algo de seguridad. Seguiría la misma ruta por donde había venido para salir del muro y buscar agua, ya lejos de los que caminaban a dos patas pero, de pronto, ante él, un montón de ellos se acercaban con antorchas. Le vieron. Le gritaron como hacían siempre y uno de ellos echó a correr tras él. El pánico se apoderó de su ser y corrió por los pasillos de aquel mundo extraño y desconocido hasta dejar atrás los gritos de aquellos que le seguían. Estaba aún más oscuro. Parecía haberse hundido aún más en las entrañas de la tierra. Se quedaría allí un tiempo y luego volvería a intentarlo, pero no, de nuevo se oía a los que caminan erguidos acercándose. El pasillo se acababa. Había una verja de hierro que se cruzaba impidiéndole el paso, pero él era pequeño y pudo deslizarse entre los barrotes. La estratagema le hizo sentirse feliz. Los que caminan a dos patas no podrían pasar por allí. Fue entonces cuando oyó el rugido más horrible que había oído nunca en su breve pero intensa vida. El pelo se le erizó aún más, no como antes, sino que ahora era todo su pelo, desde la cola hasta la frente, y se quedó petrificado. Una bestia gigantesca se acercaba hacia él; no, dos, tres enormes animales, varias veces más grandes que su propia madre cada uno, andaban hacia él y rugían con tal fuerza que, aterrado, se limitaba a pegarse contra la pared fría y húmeda de aquel submundo. Pensó en retornar a la verja que había cruzado, pero las bestias se interponían ya entre él y los hierros cruzados. Emitió un torpe, rudimentario y débil rugido que para nada intimidó a sus atacantes. Salió entonces como una centella, pasando entre las fieras que le acechaban, y aquel movimiento pareció coger por sorpresa a los gigantescos animales, porque consiguió deslizarse entre las bestias. Pero cuando pensaba que lo peor había pasado una de las garras brutales de aquellas fieras le golpeó el lomo y le rasgó la piel. Sintió el dolor penetrando en su cuerpo al tiempo que conseguía deslizarse de nuevo entre los barrotes cruzados. Sabía que dejaba un reguero de sangre tras él, podía oler su propia sangre, pero no quería detenerse para lamerse la herida. Las bestias rugían a su espalda pero a cada paso que daba los rugidos se oían más débiles. No podían pasar los hierros, no podían pasar los hierros. Eso le alivió un poco, pero apenas era capaz de andar ya. El pasillo terminaba de pronto frente a otra verja. Esta vez no la cruzó. Se sentía muy débil. Tenía sed, más sed que antes. Y estaba débil. Se tumbó junto a una de las paredes del pasillo. Entraba un aire fresco por aquella verja. Parecía dar al exterior; se veía una explanada muy extensa ante él y no se sentía con energías suficientes para atravesarla. Estaba seguro de que si lo intentaba los que caminaban a dos patas le verían e intentarían atacarle. Necesitaba descansar un poco. Se acurrucó aún más contra la pared y cerró los ojos. Gimoteaba torpemente, sin casi fuerza, asustado, desangrándose, perdido.

Se durmió.

Tuvo sueños extraños. Le costaba respirar. La sed era horrible.

El aire fresco del amanecer le despertó. Por su lado desfilaron decenas de los que caminan erguidos. Así pasó la mañana. El no se movió. No podía. Suponía que en algún momento le gritarían, le pegarían y le matarían, pero no podía hacer ya nada más. No tenía fuerzas para nada. Yacía en el suelo, acurrucado contra una pared, en un charquito pequeño de sangre que destilaba el olor de sus propias entrañas. Le gustaría que su madre estuviera allí para lamerle el lomo, pero eso ya no era posible. No lo era. De pronto los que caminan a dos patas cambiaron. El sol caía en el cielo de la explanada infinita y se oían gritos de una multitud; junto a él, por el pasillo largo, empezaron a pasar dos patas vestidos de hierro y con afiladas puntas en sus manos, con hierros incluso tapándoles las cabezas por completo, diferentes a los otros. Aquél era un sitio terrible. Había comida, pero no había agua y sí bestias inmensas que le habían herido y muchos de dos patas revestidos de hierro.

Era curioso que nadie hubiera reparado aún en él, pero estaba tan acurrucado que se confundía con las piedras por el color oscuro de su piel y un poco de sangre más en aquella esquina no llamaba la atención a nadie en aquel lugar de muerte. La sangre parecía algo habitual en las paredes de aquellos pasadizos.

Los dos patas de hierro regresaban de la explanada envueltos en su propia sangre mientras se oían grandes gritos en el exterior. Cuando volvieron no parecían tener interés en nada de lo que hubiera en aquel pasillo. Pensó entonces que, si no le veían, quizá al día siguiente estuviera mejor y podría intentar de nuevo salir de aquel muro que envolvía tantas cosas extrañas y buscar agua. De pronto todos sus sueños se desvanecieron. Uno de los dos patas de hierro se detuvo junto a él. Lo vio agacharse. Era alto y fuerte, de los más fornidos de todos cuantos había visto pasar. El dos patas alargó su mano cubierta con pieles y hierro y él intento morderla, pero su dentellada fue débil y ni siquiera sirvió para intimidar al gigante. Este lo tomó en sus patas delanteras y lo levantó del suelo con facilidad. Supuso que en ese momento lo arrojaría contra la pared o que le apretaría hasta estrujarlo o que le clavaría algún hierro afilado y cerró los ojos porque no tenía fuerzas para más.

Marcio, el que no hablaba con nadie, el que tenía el espíritu muerto, el que sólo vivía para matar, había conseguido su vigésimo segunda victoria en la arena. Le habían aplaudido pero no tanto como antaño. Desde lo de Atilio ya no alargaba los combates para ganarse el favor del público, sino que se limitaba a ejercer su oficio con la destreza no ya del luchador sino del ejecutor. Todos le temían y acortar el combate evitaba que el contrincante pudiera albergar esperanzas. Eso no le hacía muy popular entre parte del público, que anhelaba combates largos como los de Prisco y Vero o como el que el propio Marcio realizara contra Atilio, pero sabía que las apuestas a su favor daban mucho dinero y que el lanista estaba contento. Así que no se preocupaba por embellecer la lucha de manera innecesaria mientras no le llamara la atención el veterano preparador de gladiadores.

En cualquier caso, a Marcio le daba igual todo y no le importaría que le expulsaran o que le ejecutaran, pero la parte de Atilio que sentía que vivía en él era lo único que le mantenía con vida. «Yo viviré en ti, yo viviré en tí» fueron las últimas palabras de Atilio y le martilleaban dentro de la cabeza hasta el punto de no dejarle dormir muchas noches. Los días de lucha se acostaba durante la mañana para estar dispuesto para el combate de las tardes. El lanista le permitía llevar su propio horario. Comía cuando tenía hambre y lo hacía siempre solo. No hablaba con nadie, no decía nada. Tenía el ingenuo convencimiento de que así, cuando llevara años y años sin decir nada a nadie, llegaría un momento en el que las palabras de su cabeza, por fin, se callarían para siempre. Incluso los recuerdos. Pero ese día no llegaba nunca. De regreso después del último combate, entró en el gran pasadizo de la Puerta de la Vida. Fue en ese momento cuando vio a aquel pequeño bulto, una bola de pelo y sangre apretada contra una de las paredes. La bola estaba viva. Marcio había desarrollado un sexto sentido para discernir cuándo un cuerpo estaba vivo o muerto. Eran muchos los contrincantes que fingían estar aturdidos o incluso muertos para provocar que el oponente se confiara y, al acercarse, contraatacar de forma mortal. Aquella pequeña bola de pelo estaba viva, llena de sangre pero viva. Se agachó despacio. A sus espaldas el público, enfervorecido, volvía a gritar porque una nueva remesa de parejas de gladiadores emergía a la arena corriendo; éstos, rápidos, pasaron a su lado sin detenerse a mirar en el suelo, como había hecho él. Marcio observó con detenimiento aquel animal herido. Era un perro pequeño, un cachorro. El pequeño animal, al sentirle, levantó la cabeza, gruñó y mostró unos dientes pequeños. Tenía instinto, como él. Y seguramente sólo ese instinto lo conservaba con vida. Marcio estudió el lomo rasgado del animal. Había visto marcas como ésa con frecuencia, pero en animales grandes o en hombres y mujeres, incluso en niños, que luego entraban por la Puerta de la Muerte arrastrados por los esclavos de Carónte, enganchados por los garfios de aquellos servidores del anfiteatro Flavio. Era un zarpazo de león o de tigre, un zarpazo mortal. Era sorprendente que aquel pequeño animal aún estuviera vivo. El cachorro dejó de gruñir, pero al acercar la mano, rápido, como una serpiente, le mordió una de las protecciones del antebrazo. No pudo hacerle daño; tampoco le habría hecho mucho aunque hubiera hincado sus dientes afilados en la piel.

Marcio, de pronto, sintió que aquel cachorro era él mismo: herido de muerte, solo y perdido, con la única diferencia de que las heridas del animal se veían y las de él no, pero dolían igual, los dos sufrían por igual. El cachorro estaba a punto de morir y Marcio, el que no hablaba con nadie, el que no comía con nadie, el que no decía nada, lo tomó en sus manos y lo levantó del suelo con cuidado, con el mismo cuidado con el que cogía un arma nueva cuando la examinaba antes de decidir si se la quedaba o no bajo la atenta mirada de algún nervioso herrero del Ludus Magnus. Los ojos del cachorro emitían furia y miedo, pero Marcio sintió una paz extraña y lo llevó a su pecho. El animal le arañó y le hizo sangre, pero Marcio ni gimió ni lo separó de su pecho. Pronto el animal dejó de ofrecer resistencia, estaba demasiado exhausto. Marcio caminó con rapidez y, pasando por entre los hombres que salían hacia la arena, llegó hasta una pequeña sala donde un médico, a la luz de varias antorchas, cosía las heridas de un luchador poco afortunado en el combate. Marcio fue a hablar, pero las palabras estaban como escondidas; demasiado tiempo sin usarlas. El animal gimoteó entre sus brazos. Se estaba muriendo.

—Quie-quie-quiero que le cures —dijo Marcio al fin, sorprendiéndose de que las palabras, de nuevo, brotaran de su boca.

El médico, como todos, sabía del largo silencio de Marcio y conocía lo mortífero que era aquel guerrero. Durante el último año le había cosido varias heridas muy dolorosas sin que aquel gladiador emitiera un solo sonido y ahora, sin embargo, estaba hablando. El médico aún no había terminado de coser al otro luchador, pero interpretó con agudeza que la petición de Marcio no era de las que se pudiera dejar sin atender de forma inmediata.

—Ahora terminaré contigo —dijo al otro gladiador y miró con atención al cachorro que sostenía Marcio—. Esas heridas son malas. Es muy pequeño. No llegará vivo al nuevo amanecer.

—Vivirá, si le coses, vivirá —respondió Marcio con una convicción que no dejaba margen a discusión alguna. El médico suspiró y se encogió de hombros. Muchos gladiadores le habían pedido favores en muchas ocasiones: que curara a un amigo, que fuera a ver a una mujer embarazada para «solucionar» el asunto, que les diera remedios contra un mareo o contra la fiebre o contra mil y un padecimientos. Esa era la primera vez que Marcio le pedía algo. Era algo absurdo y tenía miedo porque sabía que el cachorro iba a morir.

—No sobrevivirá, gladiador. Ha perdido demasiada sangre, es demasiado pequeño.

Marcio miró entonces de nuevo al pequeño perro que sostenía en sus manos y, tras un nuevo examen, sacudió la cabeza y se dirigió de nuevo al médico.

—Si ha sobrevivido toda la noche con esas heridas es que es fuerte. Un cachorro que sobrevive al encuentro con un león tiene que ser fuerte y se merece una segunda oportunidad. —Pero Marcio veía que el médico dudaba y que empezaba a sudar—. Tú cóselo. Si se muere no será culpa tuya. Eso lo sé.

Esas palabras consiguieron el efecto que el gladiador buscaba. El médico se relajó un poco y asintió.

—Ponlo ahí —dijo, y señaló una pequeña mesa en el centro de la sala de curas, en medio de las sombras.

Los asesinos del emperador
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