INTERFECTURUS TE SALUTAT
Cámara imperial, Domus Flavia, Roma
18 de septiembre de 96 d. C., hora sexta
—En efecto, Dominus et Deus, hay que saber cuando la lucha ya no tiene sentido —dijo Partenio encarando a Tito Flavio Domiciano.
Súbitamente, por la espalda del emperador, se abrieron las hojas de la puerta que daba acceso al dormitorio de la emperatriz y por ella emergieron la figura recia, amenazadora, de un gladiador de Roma, un fornido mirmillo seguido por un tracio, un provocator y un samnita. No eran todos los que Marcio había asegurado que traería; la lucha en el hipódromo para abrirse camino entre la guardia pretoriana habría tenido un ineludible coste en vidas incluso entre aquellos experimentados guerreros, un coste mayor de lo esperado. Tras los gladiadores, Partenio alcanzó a ver la figura pequeña y delgada de la emperatriz de Roma. Ella había cumplido su parte. El consejero imperial tuvo un instante para apreciar el compromiso de Domicia, cuya ayuda era inestimable. No se le podía pedir más. Si los gladiadores hacían su trabajo rápido aún podría arreglarse todo.
Domiciano se volvió para mirar detrás de él: cuatro gladiadores avanzaban, armados con espadas y protegidos por corazas y escudos contra él en busca de un enemigo que abatir. Él, por su parte, sólo contaba con dos pretorianos. En el exterior había muchos más, pero por el momento las puertas no cedían al empuje de su guardia. Estaba atrapado. Atrapado, sí, pero no vencido. Por de pronto, su mente, agitada, intentaba discernir cómo habían llegado aquellos gladiadores allí. Y lo comprendió, lo comprendió en cuanto vio que tras ellos venía, pequeña pero segura, la silueta inconfundible de Domicia. El emperador habló entonces a gritos, por encima de todos, para que ella, en particular ella, le oyera bien.
—¿Tú también?
La emperatriz sonrió con la amargura de quien siente asco desde hace mucho tiempo.
—También, Dominus et Deus —pronunció los títulos que Domiciano se había autoatribuido con un desdén y un desprecio que habrían bastado para helar la sangre de cualquier hombre. Esto es, de cualquier hombre excepto del propio Domiciano, que no dudó en responder salpicando su rabia en espesas gotas de saliva.
—¿Desde cuándo? ¡Quiero saber desde cuándo!
—Desde siempre, desde que supe que traicionaste y mataste a mi primer marido te he deseado muerto y por fin hoy voy a ver cumplido mi sueño.
—No sabes lo que dices —dijo el emperador retrocediendo para situarse tras los dos pretorianos que iban a enfrentarse a los gladiadores—. Contigo seré especialmente cruel: te torturaré y luego te haré enterrar viva como a aquella vestal impía. —En medio de su furia, Domiciano fue incapaz de recordar su nombre. Eran demasiados los ejecutados como para recordar a todos y cada uno de ellos.
La respuesta de la emperatriz rasgó las paredes de la sala.
—¡Matadlo, matadlo, matadlo! ¡Matadlo de una vez por todas!
Cayó al suelo abatida por su propia rabia incontenible y rompió a llorar. Partenio, en el otro extremo de la cámara imperial, asintió mirando a Marcio. El mirmillo avanzó y arremetió contra uno de los pretorianos. Este levantó su pesado escudo y detuvo el golpe del luchador de la arena. Por su parte, el tracio y el samnita se abalanzaron contra el otro pretoriano, que retrocedió para protegerse pero tropezó con algo metálico, la daga que había usado Estéfano, olvidada en el suelo manchada con la sangre del emperador herido. El pretoriano dio un leve traspié, y, mientras intentaba recuperar el equilibrio, se vio sorprendido por la espada corta del samnita segándole el cuello. Cayó entonces de espaldas y el tracio hundió su pesada espada curva en sus costillas. El soldado de la guardia imperial quedó inmóvil en el suelo, echando espumarajos de sangre por la boca.
Marcio se batía con el otro pretoriano. Debía de ser uno de los veteranos de las campañas del norte, pues luchaba con notable destreza, hasta que el provocator, sigiloso, se situó detrás de él.
—¡Cuidado! —advirtió el emperador, que vio cómo su último soldado iba a caer, pero su aviso llegó tarde y el provocator hirió en la pierna al pretoriano justo donde terminaba su lorica de protección. El soldado quedó de rodillas y Marcio, blandiendo la espada con fuerza, le cortó la cabeza de cuajo de un golpe seco y poderoso. Cabeza y casco pretorianos rodaron por el suelo hasta quedar en una esquina de la habitación con una horrible mueca de sorpresa, incredulidad y dolor.
El emperador del mundo está solo. Marcio se acerca hacia él despacio. El gladiador no entiende de preámbulos ni de títulos y golpea con la esquina de su escudo el vientre de Tito Flavio Domiciano. El Dominus et Deus aúlla de dolor. Apenas puede respirar y se dobla hasta caer de rodillas en un intento por recuperar el aliento que el golpe le ha cortado en seco. Domiciano empieza a vomitar.
—¡Mátalo, mátalo, mátalo! —exclama la emperatriz, que no entiende a qué viene aquella lentitud ahora.
Marcio, gladiador de gladiadores, se acerca despacio, se acuerda de Atilio y sus palabras, «yo viviré en ti, yo viviré en ti», y se toma un breve segundo para relamerse en su venganza. Quiere disfrutar de aquel instante al máximo. Se lo debe a Atilio, así que pronuncia unas palabras.
—Ave, Caesar, interfecturus te salutat [Ave, César, el que te va a matar te saluda].
Pero disfrutar en un combate, permitirse un segundo de gloria antes de que el enemigo esté muerto, es siempre un error. Un error mortal. Y allí no hay árbitro de la lucha, ni un editor de los juegos, sino el propio emperador luchando por su supervivencia y eso es algo que Marcio no ha calculado bien. Domiciano ha podido recuperar el aliento y ha dejado de vomitar mientras el gladiador se ha situado y le ha hablado, y así, con las fuerzas restablecidas en su cuerpo, se levanta con energía inesperada para su enemigo, lo empuja hacia atrás y luego se repliega hacia el lecho. Lo salta y se refugia tras él. Marcio ha perdido el equilibrio, algo que no le ocurría en años, pero se pone de nuevo firme sobre el suelo del palacio imperial y avanza a por su presa. Sin embargo todo cambia en un instante: de pronto las puertas de la cámara del emperador ceden al empuje de los umbones de los pesados escudos pretorianos y una docena de guardias imperiales irrumpen en la sala. Y, sin duda, estos soldados suponen sólo el preludio de muchos más que están a punto de llegar.
El emperador oye un lamento extraño a sus pies y ve al cegado Estéfano acurrucado como un perro asustado. Aprovecha la ocasión y le da un puntapié en las costillas. Luego se vuelve hacia Marcio y el resto de gladiadores, que retroceden para defenderse de la guardia imperial que está entrando en la cámara, y los mira a los ojos como mira a los ojos de Partenio, de Máximo y, por último, de Domicia Longina, su esposa. Sonriendo, el emperador de Roma proclama su victoria final.
—¡Nunca podréis conmigo, nunca! ¡Hoy será el día en que acabaré con todos mis enemigos, con todos y cada uno de vosotros! —Y girándose hacia los pretorianos, levantando sus manos aún manchadas con la sangre de los destrozados ojos de Estéfano—: ¡A mí la guardia!
Partenio se hace a un lado, en un intento por buscar una salida, pero él y Máximo, desarmados, están entre los cuatro gladiadores que retroceden y los pretorianos que avanzan. Partenio sacude la cabeza una y otra vez, y observa cómo la afilada daga que había entregado a Estéfano para matar al emperador, con su hermoso rubí rojo, yace en el suelo incapaz de haber cumplido su objetivo. Demasiada arma para tan pobres soldados. Todo había salido mal. Todo había salido mal.