LA INVASIÓN PARTA
Antioquía, Siria Primavera de 74 d. C.
El joven Manió Acilio Glabrión, a sus veinticinco años, avanzaba decidido pero con semblante sombrío por los pasillos del palacio del gobernador de Siria en Antioquía. Llegó a la gran sala que Trajano padre, el gobernador en funciones nombrado directamente por el emperador, empleaba como praetorium, desde donde se controlaba la inmensa y compleja frontera oriental del Imperio.
En cuanto Trajano padre vio entrar a Manió comprendió que algo grave estaba pasando. Llevaban año y medio sin malos encuentros con los partos, pero todo parecía indicar que eso se acababa. Vespasiano era un militar de gran intuición y si les había enviado allí era porque, como le había explicado en Roma, preveía problemas en la región. Trajano padre había obtenido del propio emperador permiso no sólo para llevar a su hijo a Siria, sino a quien solicitara como segundo al mando, y no dudó en pedir la colaboración de Manió. Manió Acilio Glabrión era un joven descendiente del gran vencedor de la batalla de las Termopilas en el año 563 ab urbe condita [16]. Desde aquel lejano tiempo, la época de los grandes Escipiones, del mismísimo Escipión el Africano, la familia de Acilio Glabrión se había mantenido en el centro del poder de Roma. El joven Manió se había mostrado capaz ya en el combate y, con la habilidad política que caracterizaba a aquella veterana familia de Roma, lo había hecho luchando del lado de las legiones de Vespasiano durante la guerra civil, de forma que el emperador no se opuso a dicho nombramiento. Trajano padre también intentó que el tribuno Suburano fuera a Partía con él, pero éste ya había sido destinado a la remota Britania y, toda vez que había conseguido a Acilio, no era cuestión de ir con demasiadas exigencias al emperador. Había elegido a Manió porque consideraba a su propio hijo demasiado inexperto para las misiones más delicadas, como, por ejemplo, la que había encomendado hacía unos meses a Manió: explorar la frontera con Armenia para confirmar algunos informes confusos que apuntaban a un posible gran agrupamiento de tropas de Partía en la frontera. Los partos podían resultar invencibles si agrupaban todo su ejército en la frontera; invencibles, esto es, para las legiones acantonadas en Siria, pero susceptibles de ser derrotados si se les atacaba antes de que reunieran al grueso de su inmenso ejército. Partía tardaba meses en reunir unas tropas que debían acudir desde las remotas regiones de Asia Central, los valles del Indo, el Eufratres o el Tigris o las costas del Golfo Pérsico, por eso era clave estar bien al tanto de lo que ocurría en la frontera.
Por otro lado, Manió podía resultar un buen referente para su hijo. Y es que el joven Trajano se había empeñado en que le acompañara aquel muchacho de la Galia, Longino, que había quedado tullido en un accidente de caza en Itálica. Su padre no dudaba del valor de aquel muchacho, que se había esforzado en demostrarle que podía combatir de forma eficaz con un escudo atado en su brazo tullido mientras blandía el gladio con el brazo izquierdo. La exhibición dejó bastante que desear, pero su hijo parecía sentir tanta pena por aquel muchacho herido en aquel absurdo accidente —por lo visto se había despeñado por uno de los barrancos mientras cazaban un lince, o eso le contaron— que, al fin, cedió. Daba igual. Aquél había sido un capricho de su hijo, que le preocupaba en otro sentido: Trajano hijo no frecuentaba burdel alguno ni miraba con ojos ávidos a ninguna de las hermosas mujeres, romanas u orientales, que con frecuencia acudían a los banquetes —frugales, pero donde se reunía la flor y nata de Oriente— que él, como gobernador, celebraba con frecuencia en aquel palacio. ¿Era Longino algo más que un amigo? Lo pensó en más de una ocasión, pero el joven tullido sí que miraba con interés a cualquier mujer hermosa, patricia o esclava, que se le aproximara durante cualquier comida. No, no entendía bien todo aquello. No le gustaba, pero fuera lo que fuese que ocurriera entre Longino y su hijo se llevaba con discreción. Lo esencial era que Manió serviría de buen ejemplo militar para Trajano.
—¿Y bien? —preguntó Trajano padre a Manió Acilio Glabrión, que se quedó firme ante él, su hijo y varios tribunos más que conformaban parte del selecto grupo del alto mando de Roma en Oriente.
—Los informes eran ciertos, gobernador —dijo Manió con concisión. Sólo se permitió añadir datos objetivos relevantes—: Unos cinco mil soldados de infantería ligera, varios centenares de arqueros, algunos carros y quinientos catafractos.
—¿Catafractos? —repitió Trajano padre—. ¿Estás seguro de lo que dices?
—Seguro, gobernador —confirmó Manió—. Los he visto con mis propios ojos. Nos acercamos al amanecer y con la primera luz del alba, desde unas colinas, pude verlos junto con varios jinetes que me acompañaban. Sus armaduras brillaban con la primera luz del sol. Yo no los había visto nunca antes, pero uno de los jinetes que iban a mi lado era un veterano de la guerra que venció el gran Corbulón y me confirmó que eran catafractos.
—Muy bien, tribuno —dijo Trajano padre mientras suspiraba—, muy bien. —Miró al suelo—. Ahora dejadme solo. Quiero pensar tranquilo.
Manió le saludó y lo mismo hizo el resto mientras salían de la sala. Trajano hijo se quedó rezagado, desobedeció la orden y volvió sobre sus pasos.
—¿Qué vamos a hacer, padre?
Trajano, gobernador de Siria, levantó la mirada despacio. Pocas veces había visto a su padre con una faz tan seria.
—Tribuno, aquí no soy tu padre, sino el gobernador y el legatus augusti del emperador. —Vio cómo su hijo tragaba saliva mientras seguía hablando—. ¿Qué vamos a hacer, tribuno? Lo único que se puede hacer: el emperador no quiere problemas en Oriente, así que, muchacho, vamos a atacar.
—Sí, pa…, sí legatus augusti.
Iba a girarse cuando su padre se levantó, se acercó a él, le puso la mano en el hombro y le habló con una intensidad poderosa en la mirada:
—Muchacho, combate bien en esta campaña y aprende de Manió y, por lo que más quieras, nunca más desobedezcas una orden. Nunca. El Imperio se sustenta en eso, en que todos cumplimos las órdenes recibidas. El emperador me ordenó que no hubiera problemas en Oriente: si espero a que los partos reúnan todo su ejército mientras pido refuerzos, sólo haremos que crear un problema enorme. Atacaremos, venceremos e informaremos de todo lo ocurrido al emperador. Sólo me preocupan esos malditos quinientos catafractos.
—¿Tan temibles son, legatus augusti?
—Nunca han sido vencidos en combate. Lo más que se ha conseguido es alejarlos de una batalla, como hizo Alejandro en Gaugamela o el propio Escipión el Africano en Magnesia. Y trescientos años después seguimos con el mismo problema. Si alguna vez se te ocurre algo para derrotar a esa maldita caballería acorazada de Oriente, hijo, entonces podrás cambiar el curso de la Historia. Entretanto obedece a Manió.
Retiró su mano del hombro de su hijo, éste le saludó, y muy concentrado salió de aquella sala.