UN CONSEJERO IMPERIAL

Domus Flavia, Roma

18 de julio de 96 d. C., hora secunda

Partenio, consejero del emperador, se encontraba en la basílica de la Domus Flavia, donde se estaban congregando numerosos ciudadanos en busca de la ayuda imperial para dirimir en diferentes controversias civiles y penales. A Partenio no dejaba de sorprenderle cómo el pueblo seguía confiando en aquel emperador que había perdido, hacía ya varios años, la razón. «Deben de ser los ludi circenses», se decía a sí mismo una y otra vez. Sólo la pasión de los romanos por las luchas de gladiadores y por otros entretenimientos que el emperador ofrecía gratuitamente y con frecuencia en la arena del circo y del anfiteatro Flavio podían explicar la popularidad de Domiciano entre gran parte de la plebe de Roma; una plebe que vivía como algo distante el enfrentamiento mortal entre el propio emperador y un Senado diezmado, donde los senadores consulares eran eliminados uno tras otro ante la aparente indiferencia del pueblo. Y tampoco parecían los romanos muy preocupados porque varios de los grandes legati del Imperio hubieran sido apartados del mando o ejecutados para evitar que su popularidad eclipsara a la del emperador. Las fronteras de Roma podían ceder en cualquier momento al empuje de las huestes bárbaras de Germania o de la Dacia, pero los ciudadanos de Roma sólo veían que había annona, trigo abundante para todos, y ludi, ludi de todo tipo en todo momento.

Partenio había servido fielmente como consejero imperial a todos los emperadores de la dinastía Flavia: a Vespasiano, el gran conquistador de Judea, a Tito, su hijo mayor y, por fin, a Domiciano, al terrible Domiciano. Caminaba cabizbajo en la pequeña estancia cuadrada que unía la basílica con el Aula Regia y aguardaba la llegada del emperador para recibir instrucciones. Temía que, como tantos otros días, Domiciano le pasara un nuevo listado de senadores y oficiales de las legiones a los que investigar. Los delatores parecían no tomarse descanso nunca. Esas listas eran el paso previo a las ejecuciones. Domiciano estaba convencido de que todos querían matarle, y para Partenio eso, quizá, era lo único que al final terminaría siendo cierto. Al consejero, no obstante, le maravillaba la capacidad de aguante del género humano. Había visto a Domiciano humillar a senadores, legati, gobernadores y miembros de la familia imperial hasta extremos inimaginables y la mayoría, por miedo, lo resistían todo, o casi todo. Los que se rebelaban eran apartados primero y luego morían en extrañas circunstancias o en oscuros exilios forzados. Y la historia se repetía una y otra vez.

De pronto, la silueta delgada de una esclava de la emperatriz llamó la atención del viejo consejero. Esta no se atrevía a cruzar la guardia de pretorianos que custodiaban la entrada al Aula Regia, pero Partenio supo leer en su mirada y se acercó a ella. Ante Partenio, los guardias pretorianos se apartaron dejando un estrecho pasillo; era de los pocos ante los que se hacían a un lado.

—La emperatriz… —empezó a decir la esclava, pero Partenio la interrumpió, la cogió por el brazo con fuerza y la separó de los guardias pretorianos, conduciéndola al peristilo del jardín interior. La mujer comprendió el gesto y calló por completo hasta que el consejero se dirigió a ella una vez que estaban convenientemente alejados de todos los pretorianos.

—¿Qué quiere la emperatriz? —inquirió Partenio con sequedad.

—Desea ver al consejero del emperador… lo antes posible. —Como esclava le resultaba imposible decir las mismas palabras que había usado la propia emperatriz para requerir la urgente presencia de Partenio, pero éste supo entender el mensaje.

—Regresa junto a tu ama y dile que voy enseguida.

La esclava se desvaneció entre el mar del columnas del peristilo. Partenio miró a un lado y a otro. Se acercaban más guardias pretorianos que emergían del segundo jardín porticado, el que se encontraba justo en el centro de la Domus Flavia; se trataba de los guardias que precedían al emperador. Domiciano era un hombre de costumbres y siempre entraba al peristilo del Aula Regia desde el central. Eran muchas las rutas, sin embargo, que se podían seguir por el interior de la Domus Flavia para ir de un sitio a otro, pero la rutina del emperador, su obstinación por seguir siempre los mismos caminos, sería de gran utilidad para el día marcado, para el día en que todo debía llegar a su fin.

Partenio se hizo a un lado. Los guardias imperiales pasaron sin mirarle; nunca miraban a nadie. Justo en medio de todos ellos, el consejero vio la figura algo encorvada ya del maduro emperador de Roma, con su corona de laureles dorados, que ayudaba a que no cayera la peluca que usaba para ocultar su casi completa calvicie. Partenio se inclinó y, aunque la mirada del emperador no se dirigió a él, sabía que, de un modo u otro, Domiciano estaba atento a si su consejero le saludaba como convenía.

Aquella mañana había una audiencia con una delegación de ciudadanos de Moesia que, una vez más, se quejaban de que los dacios cruzaban el Danubio y atacaban sus granjas contraviniendo los tratados de paz firmados con Roma. Esto, sin duda, alteraría y malhumoraría al emperador de forma notable; era un día para mantenerse alejado del César todo el tiempo posible. Partenio, mientras desfilaba el resto de la guardia pretoriana que custodiaba al emperador por palacio —más de sesenta hombres armados hasta los dientes—, entretenía su mente meditando sobre el interés que tenía la emperatriz en hablar con él. Partenio estaba seguro de que, por fin, Domicia había llegado al límite. La había visto mirando con terror a Domiciano durante la última tarde en el anfiteatro Flavio, cuando el emperador posaba sus ojos en la hermosa Flavia Domitila III. El consejero asintió para sí y sonrió en su interior sin mover un ápice las comisuras de sus labios. Si disponían de la ayuda de la emperatriz todo era posible. Todo. En la Domus Flavia había pasadizos que sólo conocían tres personas; el emperador, la emperatriz y él. Con Domicia a su lado se podría solucionar la mayor y más insuperable de las dificultades: burlar la guardia pretoriana o, al menos, a parte de ella. Al alzar la mirada desde el suelo, donde la había mantenido mientras pasaban todos los pretorianos, Partenio vio que, como de costumbre, uno de los dos prefectos del pretorio cerraba la guardia del emperador. Esta vez era Tito Flavio Norbano, el fanático Norbano. Seguiría a Domiciano hasta la muerte: era imposible influir en él. Luego estaba Tito Petronio Segundo, que se encontraría de descanso ese día. Éste era de otro tipo, de otra madera; no siempre fue pretoriano, sino que había combatido en Siria bajo el mando directo de Vespasiano. Partenio sabía que Petronio se encontraba incómodo sirviendo a un emperador cada vez más imprevisible y cada vez más violento y cruel con todos, pero, pese a todo, Petronio era leal a los Flavios, siempre lo había sido. El consejero, no obstante, estaba convencido de que incluso si se disponía de la ayuda de la emperatriz necesitaban también de la colaboración, aunque sólo fuera pasiva, de uno de los dos prefectos del pretorio, o nada sería posible. Había demasiados pretorianos en palacio o fuera de él, desplazados allí donde fuera el emperador. Domiciano sabía que Calígula había sido asesinado en los pasadizos del palacio imperial y había tomado todas las medidas necesarias para que eso no le ocurriera a él. Entre otras cosas, no sólo la gran Domus Flavia estaba atestada de pretorianos, sino que cuando acudía, por ejemplo, a las luchas de gladiadores, era siempre Norbano el que lideraba la guardia, mientras que Petronio quedaba en la reserva al mando de las tropas del propio palacio o acantonado en los castrapraetoria de la ciudad.

Partenio empezó a caminar en dirección a la cámara de la emperatriz. Su mente bullía. Presentía que no les quedaba ya mucho tiempo; el emperador hacía tiempo que sospechaba de él. Y quedaba el problema de Trajano y Nigrino. Licinio Sura tenía una tarea difícil. Cuanto más se acercaba el día señalado, más imposible le parecía todo.

Los asesinos del emperador
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