EL MURO DE ROMA
Jerusalén, junio de 70 d. C.
La Ciudad Vieja de Jerusalén
Juan pudo ascender a lo alto de la muralla de la Ciudad Vieja que se levantaba en paralelo al valle del Cedrón. Había pocos zelotes en aquel punto, pues casi todos estaban al norte, en la fortaleza Antonia y el Gran Templo, protegiendo aquellas fortificaciones contra los constantes ataques romanos. Así, desde aquella posición elevada, Juan pudo hacerse una composición precisa de lo que hasta entonces sólo había llegado a sus oídos en forma de rumores. Los peores presentimientos se hacían realidad ante sus ojos, acostumbrados ya a una larga desesperanza que se esforzaba por ocultar a todos los cristianos que se habían refugiado en su casa: los romanos levantaban un muro alrededor de toda la ciudad asediada. No era muy alto, pero suficiente para impedir que nadie pudiera hacer más salidas en busca de alimentos en los campos abandonados que rodeaban la ciudad; además, a buen seguro desanimarían a cualquier mercader lo suficientemente loco, o codicioso, como para vender sus productos a los asediados sorteando las patrullas romanas en medio de la noche. No, con aquel muro todo aquello se acababa. No es que hubieran llegado muchos alimentos del exterior en todos aquellos meses, pero era el hecho de saber que existía esa posibilidad la que sostenía el ánimo de muchos de los judíos y cristianos de una Jerusalén gobernada por sicarios y zelotes para los que nada importaba, ni el hambre ni el sufrimiento de sus conciudadanos; para éstos sólo importaba no rendirse jamás. Si niños y viejos y enfermos morían por inanición, eso no era de su incumbencia. Incluso habían limitado los alimentos que se entregaban a la población no armada para mantener fuertes a los guerreros que defendían las murallas. Aquellas malditas murallas. Juan cerró los ojos y levantó su rostro al cielo.
—¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?
Pero como tantas otras veces en aquellas últimas semanas sus preguntas quedaron sin el aliento de una respuesta. Juan se sentó sobre una roca olvidada por los artilleros judíos en aquella esquina de la muralla. El último discípulo de Jesús suspiró profundamente. Para colmo de desventuras, los jefes de los sicarios y los zelotes, en una muestra más de su fanatismo, habían ordenado quemar parte de los pocos alimentos que se custodiaban en los almacenes de grano de la ciudad, ante un amago de rebelión de los ciudadanos desarmados y desamparados que preferían rendirse y ser esclavos de Roma antes que ver cómo todos sus familiares y ellos mismos morían de hambre. La población, estupefacta ante la locura absoluta de sicarios y zelotes, que incendiaban decenas, centenares de sacos de trigo, se plegó a su mandato y muchos retornaron a sus casas, la mayoría. Pero fue en ese momento, tras el incendio de aquellos víveres, cuando comenzaron a extenderse por la ciudad historias de deserciones, de judíos que se entregaban a los romanos. Los sicarios y los zelotes repetían una y otra vez que los romanos asesinaban a todos cuantos se entregaban. Nadie sabía quién decía la verdad. Juan sacudió la cabeza y se alzó despacio. ¿Hasta dónde puede resistir el sufrimiento el género humano? Fue en ese momento cuando Juan, al fin, comprendió el auténtico alcance de la predicción de Jesús sobre la caída de Jerusalén y su cuerpo se sobrecogió ante la clarividencia del hijo de Dios. El último discípulo de Cristo se levantó y su figura delgada se perdió entre las sombras alargadas de un nuevo atardecer en una Jerusalén que agonizaba. En casa le esperaban muchos. Sólo podía ofrecerles oración. Oración y paciencia.
Muro romano alrededor de Jerusalén
Trajano caminaba a buen paso en medio de la noche. Era su turno de guardia. Realmente hubiera bastado con que uno de los tribunos de la XII hiciera aquel trabajo, pero Trajano decidió supervisar personalmente la guardia. La idea del muro había sido suya y tenía interés en que funcionara de verdad. La ronda nocturna implicaba dar la vuelta a todo el perímetro del muro: cinco millas de paredes de piedra interrumpida sólo por fuertes de vigilancia. En cada fortificación, Trajano recogía las tesserae de los centinelas, las pequeñas tablillas que debían entregarle para confirmar que estaban en su puesto, despiertos y atentos a cualquier movimiento del enemigo. El esfuerzo de levantar aquel muro había cumplido los objetivos deseados: la moral de los legionarios había subido de forma notable. Construir algo durante días que no podía ser destruido por los asediados les había enorgullecido, a la par que eran conscientes de que con su trabajo habían endurecido aún más las condiciones de vida de los asediados y reducido sus esperanzas. Las deserciones eran el mejor ejemplo: en apenas una semana se había pasado de que hubiera deserciones entre las legiones a que fueran los asediados los que desertaban o los que intentaban escapar de la voluntad inflexible de sus líderes zelotes o sicarios.
Trajano estaba seguro de que aquél era un punto de inflexión, aunque no sabía calcular cuánto tiempo más duraría aquel pulso. De pronto se oyeron gritos desgarradores. Trajano se detuvo y lo mismo hizo la docena de hombres que le acompañaban. Los aullidos eran de dolor y terror en una magnitud descomunal y procedían del último de los fortines del muro. Marco Ulpio Trajano padre aceleró el paso y llegó bajo la luz de las antorchas de aquella última fortificación de la muralla romana. Lo que vio estuvo a punto de hacerle vomitar. A su alrededor, por todas partes, había cadáveres de judíos que habían intentado huir del asedio y que se habían topado con la muralla levantada por las legiones durante los últimos días, pero lo horrible es que había cuerpos de hombres, mujeres y niños, todos muertos, todos desarmados y todos con un mismo tipo de herida: un amplio corte en el vientre de forma transversal al tronco por donde se desparramaban los intestinos de aquellos miserables que habían visto frustrado su intento de huida. Lo peor es que había algunos hombres y mujeres y niños aún vivos, llevándose las manos a sus vientres despedazados de forma inmisericorde mientras un grupo de legionarios, sistemáticamente, iban de un muerto a otro, de un herido a otro, para seguir hundiendo sus gladios en las entrañas abiertas y descarnadas de sus víctimas, girando las armas en el interior de cada cuerpo, mirando con ojos abiertos, brillantes, iluminados por el fulgor palpitante de la codicia en el centro de sus pupilas oscuras.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué ocurre aquí? —preguntó Trajano con voz rotunda y vibrante. La llegada del legatus de la XII Fulminata, pilló por sorpresa a los legionarios—. ¿Quién está al mando? ¡He dicho que quién está al mando!
Un centurión, demasiado joven para ser un veterano, dio un paso al frente. El, como el resto de los legionarios de aquel fortín, tenía el arma desenvainada y llena de sangre caliente, goteando por la punta. A sus pies una mujer judía, herida de muerte, lloraba y lloraba, pero no por ella y su dolor sino por el pequeño niño muerto, destripado igual que el resto de moribundos, que sostenía en sus brazos ensangrentados. Entre lágrimas la mujer profería palabras de lamento infinito, incontenible, perturbador.
A Marco Ulpio Trajano le temblaban los labios por la ira. Sólo disponía de doce hombres de la XII Fulminata que le acompañaban en aquella ronda y allí había más de ochenta legionarios desquiciados involucrados en aquella carnicería absurda y bestial; además, estaban en medio de un largo asedio: había que ser comedido con las medidas disciplinarias, pero aquellas muertes horrendas, los gritos de los niños y las mujeres judías desarmadas, agonizando…
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó de nuevo el legatus de la legión XII de Oriente.
El centurión, al fin, pronunció una tímida frase a modo de explicación.
—Los judíos que huyen llevan monedas de oro, legatus; se las tragan e intentan escapar con su oro del asedio, pero nosotros vamos a impedir que eso ocurra.
Trajano cerró los ojos e inspiró aire lentamente. Sintió cómo sus propios legionarios miraban hacia los cuerpos muertos o moribundos en busca del brillo cegador de voluntades del maldito oro.
—¿Y por eso matáis a mujeres y a niños también? —preguntó Trajano controlando su voz.
—Cualquiera…, Cualquiera puede habérselas tragado… legatus.
Trajano se arrodilló junto a la mujer que había dejado de llorar, pero que, aún viva, no soltaba a su bebé de sus brazos languidecientes.
—¿Y este niño de apenas unas semanas de vida también es capaz de tragar monedas de oro más grandes que su propia boca? —volvió a preguntar Trajano.
El centurión miró al suelo.
—Eso ha sido para que hablaran sus padres… —argüyó el oficial romano en su defensa.
Trajano se levantó de nuevo.
—Ya. Comprendo. Y además de gritar y llorar y morirse, ¿han dicho algo sus padres sobre esas monedas?
—No —respondió el centurión con el ceño fruncido y cara extrañada—. No, no han dicho nada.
Trajano había oído historias similares en otros asedios durante la campaña judía, pero nunca había llegado al lugar de los hechos en medio de la vorágine de sangre desatada por la codicia desmedida de unos legionarios que, aparentemente, sólo veían sentido a lo que hacían, luchar y luchar a diario, no en defender Roma, sino en el hecho individual de enriquecerse durante sus años de servicio sin importar el método o la forma. Quizá por eso aquel asedio duraba tanto también: no sólo por la voluntad de los defensores y por las impresionantes murallas de la ciudad, sino también por la cobardía y la falta de disciplina de las legiones que asediaban Jerusalén. Pero había que ser cuidadoso con la forma de castigar. Una rebelión de las tropas era lo último que podían permitirse. Marco Ulpio Trajano levantó la cabeza y miró fijamente al centurión al mando del fortín. Había observado su mano izquierda vacía, mientras que en la derecha sólo llevaba el gladio enrojecido por el ansia irrefrenable de la avaricia.
—Centurión, estoy en ronda de guardia. He recogido las catorce tesserae en los otros catorce fortines del muro. ¿Dónde está tu tessera?
El legatus de la XII alargó su brazo extendiendo la palma de su mano hacia arriba en espera de la pequeña tablilla. El centurión frunció, si cabe, aún más el ceño. Miró rápidamente a su alrededor, pero, al igual que con las monedas de oro, no parecía vislumbrar tampoco ahora lo que buscaba.
—Se me debe de haber caído, legatus…
—No te he preguntado, centurión, lo que piensas. Te he pedido, en conformidad con las normas de la legión, tu tessera: eres el oficial al mando en un puesto de vigilancia nocturna y el oficial al mando del tercer turno de la ronda de guardia que soy yo, nombrado por el César Tito Flavo Sabino, te ordena que como es preceptivo me entregues la tessera asignada a este fortín al principio de la noche.
El centurión empezó a sudar.
—Han venido todos estos hombres y mujeres, en mitad de la noche, hemos tenido que detenerlos.
—No iban armados. No habéis sido objeto de ataque alguno —continuaba Trajano con seriedad—, no es excusa detener a un grupo de personas asustadas que huyen del asedio, para no poder, simplemente, entregarme la tessera del puesto de guardia.
—Pero estamos despiertos, estamos despiertos, aquí nadie se ha dormido, legatus, aquí nadie se ha dormido…
—Eso no lo sé. Sólo sé que todos los legionarios bajo tu mando han bajado de las torres del fuerte y se han dedicado durante no sé cuánto tiempo a matar a hombres y a mujeres y a niños desarmados mientras trescientos pasos de muralla quedan sin vigilancia y que además, cuando te pido la tessera asignada al puesto, no me haces entrega de ella. —El centurión fue a añadir algo más, pero Trajano le dio la espalda y se dirigió a sus hombres—: Arrestad a este oficial por incumplimiento de su labor de centinela y tú —señaló a uno de los legionarios que le acompañaban— ve a paso rápido al praetorium y dile a Cerealis, cuyos tribunos van a hacer la próxima ronda, que traiga a una nueva cohorte a este fuerte. —Se volvió a los legionarios del fortín que, nerviosos, envainaban sus gladios como quien intenta ocultar la prueba oscura de su deleznable crimen—. Mañana, el César decidirá qué hacer con vosotros. Sólo os digo que tenéis suerte que sea él y no yo.
Y Marco Ulpio Trajano, dando un empujón al centurión detenido, se alejó de aquel escenario de horror a pasos grandes, temeroso de no controlarse por más tiempo y desenvainar su propia espada para arremeter contra alguno de aquellos legiona… o, no merecían aquel nombre, de aquellos cobardes que habían perdido toda dignidad militar romana. El castigo por no entregar las tesserae de los puestos de centinela en las guardias nocturnas era la muerte, pero en aquel momento a Trajano aquello se le antojaba una pena demasiado suave.
Campamento general romano
Tito Flavio Sabino ordenó ejecutar al centurión rápidamente y a punto estuvo de diezmar la cohorte de legionarios bajo su mando, pero decidió dejarlo en una degradación de toda la tropa implicada en el episodio de aquella noche. Quizá no fuera suficiente para impedir nuevos accesos de locura incontrolada, pero el asedio era largo y no quería enfrentarse con las legiones. Trajano había abogado por diezmar a los implicados, ejecutando a uno de cada diez, para que sirviera de ejemplo al resto.
—La degradación no será suficiente, César —insistía el legatus hispano.
—Usaremos a todos los legionarios implicados en el primer ataque contra la fortaleza Antonia en cuanto tengamos las nuevas rampas dispuestas —respondió Tito con severidad, dejando claro en el descenso de su voz al final de aquella frase que el asunto estaba zanjado.
Ahora sólo le interesaba preparar un nuevo ataque sobre las murallas de Jerusalén, y es que, terminada la construcción del muro que rodeaba toda la ciudad, el hijo del emperador había ordenado construir nuevas rampas frente a la fortaleza Antonia. No quedaban árboles en once millas alrededor de Jerusalén, de modo que se tardó más de lo habitual: veintiún largos y lentos días de trabajo constante para levantar nuevas rampas por encima de las rampas destrozadas por las minas que los zelotes habían excavado. Los ingenieros trabajaron firmemente para asentar las nuevas rampas sobre una base sólida, rellenando todas las grietas del subsuelo sobre el que operaban. Tito lo observó todo impaciente y nervioso. Un nuevo fracaso supondría un golpe del que no sabría cómo recuperarse. El episodio de los legionarios asesinando a mujeres y niños judíos era una muestra más de lo desesperado que estaba el ejército. No se podía fallar en este nuevo intento. No se podía fallar. Por todos los dioses de Roma. ¡No se podía fallar!
Fortaleza Antonia
Gischala había vigilado, desde lo alto de la torre de la fortaleza Antonia, los nuevos esfuerzos de los romanos en levantar más rampas para atacar la muralla de la fortificación.
—¿Cómo van las nuevas minas? —preguntó a uno de sus zelotes.
—Se está trabajando bien.
—¿Por debajo de las anteriores?
—Sí. Las minas de la primera defensa han sido rellenadas con tierra por los romanos, pero no saben que excavamos por debajo. Pero nos falta madera para apuntalar bien los nuevos túneles y…
Gischala levantó la mano izquierda y dio la espalda a su oficial. No quería saber nada sobre los problemas que tuvieran en los túneles. Sólo quería cerciorarse de que se estuvieran excavando. Las rampas ya estaban listas y los romanos montaban los arietes sobre las mismas. Tendría que organizar una defensa en lo alto de la muralla hasta que los túneles hicieran su efecto y todo el complejo entramado levantado por los romanos volviera a venirse abajo. El oficial zelote se inclinó ante Gischala, dio media vuelta y marchó hacia la base en el interior de la torre, desde donde empezaban las nuevas minas.
Gischala seguía observando las maniobras del enemigo: los romanos ascendían con dos arietes y una torre de asedio con escorpiones en lo alto. La artillería enemiga volvía a arremeter contra la fortaleza Antonia y contra el Templo, incluso algunos proyectiles caían en medio del gran atrio del Templo, el espacio más sagrado del mundo para los judíos. Ese hecho, lejos de deprimir a los zelotes, les hizo combatir aún con más ferocidad. Contraatacaron arrojando lanzas y dardos de todo tipo y proyectiles con sus propias ballistae y escorpiones. El combate empezó una mañana y, a la caída del sol, continuaba aún de forma encarnizada y constante. Gischala comprendió que no podrían resistir mucho más y bajó a las minas. Entró en uno de los túneles y corrió a la luz de las antorchas. Era mucho más largo de lo que había imaginado. Llegó en poco tiempo a donde sus zelotes seguían excavando, esta vez ya hacia arriba con el fin de llegar a la base de las nuevas rampas.
—¡Hay que cavar más rápido! ¡Más rápido! —Y él mismo tomó un pico y empezó a luchar contra las rocas que se interponían entre los zelotes y la base sobre la que los romanos habían edificado las nuevas rampas.
Vanguardia romana bajo los muros
de la fortaleza Antonia
—¡Formación en testudol —aulló Trajano en la base de una de las rampas. Y una cohorte de legionarios ascendió, rodeando la torre de asedio, cubierta por un improvisado techo formado por sus escudos pegados unos a otros. Sobre la formación romana caían lanzas y dardos enemigos, pero el avance proseguía. Los arietes habían golpeado todo el día la muralla de aquella maldita fortificación, pero la fortaleza Antonia parecía resistirlo todo. La idea era llegar a la base de la muralla y clavar palancas entre las grandes piedras, allí donde los arietes las habían empezado a mover de su sitio, para terminar de volcarlas hacia el interior y empezar a abrir una brecha. Era una acción completamente desesperada, pero no había tregua ni cuartel. Tito se mantenía al pie de las rampas, junto a Trajano y los otros legati.
—No detendremos este ataque ni aunque anochezca. Hay luna llena. Atacaremos sin descanso toda la noche. Que se turnen las legiones, ¿está claro?
Pero antes de que pudieran responderle sus más altos oficiales ocurrió lo que todos más temían: el suelo sobre el que se habían erigido las dos rampas nuevas empezó a resquebrajarse. Una vez más. Todo se repetía.
—Hay que ordenar que desciendan los legionarios —dijo Trajano con rapidez.
Tito Flavio Sabino apretó los labios y engulló su rabia mezclada con la poca saliva de su garganta medio reseca. Estaban a finales de julio y ante un nuevo fracaso, pero había que salvar, al menos, la mayor cantidad de legionarios. Asintió. Trajano y Cerealis y Frugi y Lépido dieron la orden de retirada. Los bucinatores y tubicines hicieron sonar sus instrumentos para que la orden llegara a todos los combatientes por encima del estruendo de la batalla y de los crujidos de las maderas que empezaban a resquebrajarse cada vez con mayor velocidad. —¡Retirada! ¡Retirada! ¡Retirada!
Y los legionarios, que, por experiencia personal, ya sabían lo que les esperaba si no corrían, descendieron raudos de las rampas y algunos, ante los que las maderas se partían antes de poder escapar, se arrojaron desde lo alto, pues era mejor partirse una pierna o un brazo en la caída que ser arrastrados por las ruinas en las que estaban a punto de convertirse rampas, torre y arietes.
—Perderemos la torre y los arietes —dijo Trajano en voz baja, y nada más decirlo lo lamentó. No tenía sentido subrayar la magnitud del desastre con palabras.
—Haremos más —dijo Tito—. Incluso si tengo que hacer traer madera desde la misma Roma, haremos más torres y más arietes y más rampas hasta que esta maldita ciudad se rinda a Roma. Se rendirán, más tarde o más temprano se rendirán. —Hablaba atropellando unas palabras con otras y moviendo los brazos con puños cerrados en gestos violentos y amenazadores que, no obstante, parecían los mandobles impotentes de un gladiador derrotado—. Y si no se rinden lo arrasaré todo… todo…
Al fin, las dos nuevas rampas se derrumbaron una vez más, bramando como bestias salvajes, y con ellas la gran torre de asedio, los escorpiones y los arietes cayendo en dos grandes abismos de destrucción absoluta.
A los pies de la torre Antonia
Gischala emergió de las minas en la base de la torre Antonia completamente cubierto de polvo y arena y con sangre por el rostro a causa de algunas astillas de diferentes vigas que se le habían clavado en medio del derrumbe general de todos los túneles, pero salió a la luz de aquella luna nueva feliz, exultante, con los brazos en alto, aclamado por todos los zelotes de Jerusalén. Vivió así su gran momento de gloria, convencido cada día que pasaba de que Jehová estaba con él, que era un elegido de Dios y que Dios le protegía en cada uno de sus esfuerzos por salvar el Gran Templo del poder maligno de los romanos. Fue en ese preciso instante, mientras su felicidad era completa, cuando el suelo tembló bajo sus pies.
—¿Qué ocurre? —preguntó, pero nadie respondió porque todos se quedaron en silencio, petrificados por aquel extraño fenómeno: la tierra vibraba bajo los pies de todos ellos y no entendían lo que pasaba porque no habían cavado minas allí, sino sólo de la muralla hacia el exterior. ¿Habían acaso los romanos imitado su maniobra? No podía ser. Tendrían que haber excavado incluso por debajo de las últimas minas que ya eran muy profundas.
No tuvieron tiempo de meditar una respuesta a tantas preguntas porque la propia torre de la fortaleza Antonia empezó a resquebrajarse con una enorme grieta que, imparable, ascendía en zigzag por toda la pared occidental, sin detenerse un solo instante, reventando piedras y argamasa y maderas… Y la gran torre empezó a inclinarse hacia el exterior de la fortificación y a caer en pedazos pequeños primero y luego en gigantescas secciones de piedra que se venían abajo en bloque sobre los restos de las rampas romanas destrozadas por las miñas. Tras la torre de la muralla, los propios muros de la gran fortaleza Antonia se deshacían y, piedra a piedra, caían como desgastados por el tiempo y el cansancio infinito de los miles de golpes recibidos durante todas aquellas semanas. Gischala se alejó andando de espaldas, contemplando el desastre total en el que se había convertido su magnífica victoria, sin entender nada de lo que pasaba, sin comprender cómo Dios podía permitir aquella sinrazón.
Ciudad Alta
Simón fue testigo del derrumbamiento de la fortaleza Antonia desde lo alto de la tercera muralla que protegía la Ciudad Alta que estaba bajo su control. Eleazar no daba crédito a sus ojos.
—¿Cómo puede ser? —preguntó. Simón se sintió complacido de ver que Eleazar, pese a creerse tan bueno como él, era incapaz de discernir lo que había pasado. Dio la explicación con el tono más paternalista que pudo con el fin expreso de humillarle.
—Ese imbécil de Gischala ha excavado demasiado y ha hecho que los propios cimientos de la fortaleza Antonia se vengan abajo. Su gran idea de las minas se ha vuelto contra él. Un imbécil. Ahora los romanos atacarán el Templo.
Campamento general romano
Tito permitió que las legiones descansaran durante el resto de la noche: derruida la fortaleza Antonia, era justo conceder un breve descanso al ejército, pero al amanecer ya había ordenado atacar las nuevas posiciones defensivas de los zelotes. Gischala había hecho levantar un improvisado nuevo muro con los escombros de la fortaleza Antonia, justo detrás de donde ésta se había levantado orgullosa durante todos aquellos largos meses de asedio, pero era una muralla endeble y de poca altura y más en comparación con las murallas que los legionarios habían derribado durante las últimas semanas. Sin embargo, paradójicamente, pese a lo poco imponente del nuevo obstáculo, éste fue suficiente para deprimir a unos soldados que estaban hartos de encontrarse con nuevos muros. Durante dos días no se consiguió nada. Tito prometió entonces grandes recompensas a los que conquistaran la nueva posición defensiva de los zelotes y eso generó algunas acciones individuales de diferentes oficiales, en particular de un signifer, dos jinetes auxiliares, un bucánator y veinte legionarios. La muralla improvisada fue tomada por este grupo de valientes enardecidos por las recompensas prometidas por el hijo del emperador y, acto seguido, superada la última, empezó el combate en el interior mismo del Gran Templo de Jerusalén. Pero aquí los zelotes lucharon por defender cada palmo del terreno, cada baldosa, y la violencia brutal de sus ataques detuvo, una vez más, a los legionarios que se quedaron en el sector norte del gran atrio porticado, mientras los propios zelotes se hacían fuertes en el sector sur del Templo. En ese momento, Tito Flavio Sabino envió mensajeros a diferentes puntos de la ciudad ofreciendo la libertad a los que se rindieran. Con ello consiguió un gran número de deserciones, especialmente entre los aristócratas de Jerusalén, que ahora, sí, confinados los zelotes en el Templo y los sicarios en la Ciudad Alta, podían salir de sus casas y rendirse a las tropas romanas. Parecía que, al fin, Jerusalén empezaba a ceder en aquel interminable pulso de tantos meses de combates y horror desbocado, pero como fuera que tanto en el Templo como en la Ciudad Alta pervivían fuertes grupos de resistencia armada, Tito Flavio Sabino convocó un nuevo consilium.
—Quiero dirigir yo mismo el ataque final al Templo con los mejores legionarios de la V y la… —Se detuvo.
Observó que varios de los legati negaban con la cabeza. Tito había aprendido a valorar el consejo de sus altos oficiales y estaba razonablemente satisfecho con los progresos conseguidos, así que, en esta ocasión, no se sintió enfurecido y se limitó a sentarse y preguntar a Cerealis y a Trajano, que eran los que más claramente se habían manifestado en contra de lo que acababa de decir.
—¿Qué ocurre? ¿Qué hay en lo que he dicho que no os satisfaga? Hablad.
Trajano y Cerealis se miraron. Cerealis asintió y fue Trajano el que verbalizó las dudas de los legati.
—Los judíos de Gischala combaten con enorme rabia en el interior del Templo. Incluso con los mejores hombres de la V, la lucha será muy peligrosa. El hijo del emperador no debe ponerse en peligro. No podemos permitirnos que le pase nada al César. —Como fuera que Trajano veía que Tito no parecía convencido recordó el peligroso episodio de Gamala—: Hace tres años, el emperador Vespasiano en persona dirigió una carga de caballería en primera línea en Gamala y acabó acorralado y herido en un pie. Salvó la vida por poco. A todos nos consta, a todos los aquí presentes en el praetorium y también a los legionarios de las cuatro legiones, a los auxiliares, a la caballería y hasta a los propios judíos, a todos nos consta que el hijo del emperador de Roma ha combatido con enorme valentía durante todo el asedio y no tiene nada que demostrar en ese sentido, pero perderle en una acción al final de todo, cuando la victoria está tan cerca, sería perderse un gran desfile triunfal en Roma, el que el emperador espera celebrar con su hijo al frente del ejército por las grandes avenidas. Sin Tito Flavio Sabino ese triunfo no tendrá lugar y el emperador nunca nos lo perdonaría. Por eso nos atrevemos a manifestarnos ahora en contra de que el joven César dirija este último ataque.
Trajano calló y el propio Tito se mantuvo en silencio durante unos instantes. Era cierto que ese triunfo, ahora que todo parecía tan cerca, era importante para asentar el poder de su padre. Además, si él fallecía, el Imperio pasaría luego de su padre a su hermano Domiciano, que era un incapaz, que no había combatido nunca y que los conduciría a todos al desastre. Le dolía aceptarlo, pero sus altos oficiales tenían razón: tenía que dejar en manos de sus legati los ataques finales para rendir el Templo y la resistencia en la Ciudad Vieja y la Ciudad Alta.