UNA PREGUNTA DE DOMICIA

Roma, principios de otoño de 72 d. C.

Las noches con el joven César eran cada vez más violentas. Domicia había aborrecido a su antiguo marido, Elio, por su debilidad y por su bajeza al abandonarla por un puesto de gobernador y, por contra, siempre había admirado la valentía del joven César al enfrentarse al emperador casándose con ella sin que le importara lo que Vespasiano pensara del enlace con la hija de un legatus augusti acusado por otro emperador de traición, una acusación falsa, pero que, pese a todo, era la de un emperador y, en consecuencia, una pena de muerte inexorable. Pero ahora, tras una nueva larga sesión de sexo forzado con el joven César, la hermosa Domicia, echada de costado, dando la espalda a su nuevo marido, añoraba la dulzura en el lecho de Elio. Quizá fuera un cobarde, y hasta vil por abandonarla, pero al menos cuando estuvo con ella siempre fue dulce y cariñoso y atento.

Ahora todo eso había desaparecido y en su lugar pasaba noches en las que su actual esposo la obligaba a adoptar cualquier tipo de postura con la que satisfacer su lascivia. Y lo peor de todo era que últimamente buscaba nuevas formas de encontrar placer con su joven cuerpo, formas abyectas que sólo las putas o las esclavas ejercían con naturalidad. Ella se había negado ya en varias ocasiones, pero aquella noche Domiciano la había cogido por el pelo y, tapándole la nariz con la otra mano, al verse obligada a abrir la boca para respirar, había aprovechado para forzarla. Ella cedió al fin e hizo lo que su marido anhelaba para, por lo que se ve, insatisfacción de los dos. Ella por verse obligada a semejante humillación y él por no ver satisfecho su deseo con la pasión que buscaba. Todo había terminado con un desprecio profundo por parte del joven César. Le dijo lo que más podía herirla.

—Me he enfrentado con mi padre, con el emperador de Roma y ni siquiera eres capaz de satisfacerme en la cama.

Se echó sobre el lecho dando la espalda a su atormentada esposa para dormir. Ella se limpió la boca con una de las sábanas y se acurrucó en el suelo intentando ahogar los sollozos entre sus manos. Quería limpiarse, pero eso implicaba llamar a las esclavas y temía despertar a su marido y que éste, como era habitual cuando se despertaba en medio de la noche, quisiera volver a poseerla contra su voluntad. Así que se limitó a quedarse allí, apretada contra el lado de la cama, echada sobre el suelo frío, agradeciendo esa sensación de frescor que trepaba por sus piernas procedente de las frías piedras. En la quarta vigilia, al fin, poco antes del amanecer, sus lágrimas se secaron. Estaba algo más tranquila. Tenía los músculos de piernas y brazos entumecidos por aquella postura incómoda en la que había mal dormido la noche, pero estaba más segura de sí misma. Pensó que debería ser más dócil con su marido y acceder a todos sus deseos carnales. Eso facilitaría la relación entre los dos y haría la vida, su vida, mucho más fácil. Estaba embarazada y eso podía cambiarlo todo entre ellos, debía hacerlo. Ella sólo anhelaba paz en su matrimonio para que el niño creciera feliz. Había disfrutado de esa paz en su infancia y quería conseguirla para el niño que llevaba en las entrañas. Sintió las sábanas moverse. Domiciano se había despertado y se acababa de sentar en el borde del lecho.

—¿Has pasado ahí toda la noche? —preguntó el joven César.

Ella asintió, pero como no quería desalentar a su marido ya de buena mañana añadió palabras que buscaban reconfortarle. No quería que se sintiera culpable por nada.

—He estado pensando, mi señor —empezó ella. Domiciano levantó las cejas exteriorizando su incredulidad sobre las palabras que acababa de oír y no dijo nada. Domicia lanzó sus palabras como quien alarga un brazo al enemigo con el que ha estado combatiendo durante largo tiempo pero con el que quiere hacer ya las paces para siempre—. A partir de ahora haré todo lo que desees, esposo, aquí en el lecho, contigo.

Domiciano la miró con desdén.

—Ya me has defraudado muchas veces. Eres hermosa Domicia, pero una amante muy incapaz. Quizá debiéramos dejar de compartir nuestro lecho. Tú estarías más tranquila y yo sabré encontrar satisfacciones más placenteras con rapidez.

Se levantó como quien acaba de anunciar que se va de caza. Domicia no podía creer lo que acababa de oír. Estaba a punto de comentarle a su esposo que estaba embarazada, pero ante aquella cruel sentencia su boca quedó sellada. Vio cómo su marido se levantaba y se ponía una túnica sobre su cuerpo desnudo, sin nada más debajo. Era su costumbre para acudir así a su baño matinal; pero, para asombro absoluto de Domicia, su marido aún no había terminado de hablar.

—Nunca debí haberte separado de tu anterior marido.

Esas palabras, que Domiciano pronunció de forma distraída, mientras se ajustaba la túnica, como si no hablara con nadie, como si se limitara a expresar un pensamiento en voz alta. Ante esa inesperada revelación que sumió a Domicia en una extraña mezcla de confusión y perplejidad, la joven esposa se levantó despacio e interpeló con voz suave pero tensa a Domiciano.

—¿Qué has dicho?

Domiciano se dio cuenta que se había traicionado de forma absurda, pero es que estaba hastiado de aquella relación. Ahora dudaba, no obstante, entre no decir más o decirlo todo.

—¿Qué has dicho? —repitió Domicia, en pie, recta, muy quieta, mirándole fijamente. A Domiciano le resultaba irritante aquella mirada y optó por la salida más sencilla, la más fácil, la más cobarde: echó a andar sin decir nada y salió de la habitación dejando a Domicia a solas, atormentada por mil preguntas que habían quedado sin respuesta. De lo único que estaba segura era de que su esposo no volvería a mencionar aquel tema de nuevo. A ella sólo le quedaban dos posibilidades: olvidarlo, hacer como si aquellas palabras nunca se hubieran pronunciado o preguntar allí donde sabía que estaban todas las respuestas: en el palacio imperial. Averiguar hasta el final, hasta las últimas consecuencias, la verdad que ocultaban aquellas ocho palabras: «nunca debí haberte separado de tu anterior marido».

Domicia sabía actuar con celeridad cuando las circunstancias lo requerían y, apenas las esclavas y ornatrices terminaron de vestirla y peinarla, sin desayunar se dirigió a la cámara donde sabía que Partenio despachaba con los funcionarios imperiales. Ante su presencia, los guardias pretorianos se hicieron a un lado: era la esposa del hijo menor del emperador y tenía libertad para moverse por toda la gran Domus Aurea. Además, el consejero imperial estaba solo en su despacho.

Domicia entró en el pequeño tablinium personal de Partenio y se situó frente al consejero sin decir nada, a la espera de que éste levantara su cabeza de entre el montón de rollos de papiro que le rodeaban. Partenio, en cuanto se percató de la visita de una de las mujeres de la casa imperial, se levantó y se inclinó para saludar. Domicia no venía para ser agasajada. Tenía otras urgencias.

—Mi padre se suicidó por orden de un emperador. Sé encarar la peor de las realidades con fortaleza. He vivido la mayor parte de mi existencia abrazada por el sufrimiento. —Partenio escuchaba con atención, algo desbordado por lo directa que era aquella joven patricia imperial—. Sí, digo bien, por el sufrimiento. Si he de encarar más dolor aún, lo haré. Lo que no soporto es vivir engañada. —Calló un instante; incluso ella necesitaba de un momento para formular bien la pregunta que tenía clavada en sus entrañas—. ¿Tuvo algo que ver mi esposo, el César Domiciano, el hijo del emperador, en el nombramiento de mi anterior esposo como gobernador y en que eso implicara que Elio me repudiara?

Partenio se debía a su lealtad a la casa imperial de Roma, pero la pregunta venía a su vez de una joven que ya formaba parte, por matrimonio, de la familia imperial. Tampoco tenía instrucciones concretas sobre lo que debía ocultar o no. A Partenio no le preocupaba desvelar la verdad salvo en un punto: ¿estaba realmente aquella joven preparada para conocer la verdad en toda su crudeza? ¿Sería capaz de afrontar la enorme mentira en la que Domiciano, su actual marido, había transformado su vida?

—Quiero una respuesta, consejero, y la necesito ya —insistió Domicia Longina—. ¿Tuvo algo que ver Domiciano en que mi anterior marido se divorciara de mí?

Partenio apreció las dotes de mando de aquella mujer, digna hija de un gran senador y legatus augusti de Roma; lástima que no fuera varón, pues como mujer pocos servicios podría prestar al Imperio.

—Eso es correcto, sí —respondió Partenio con parquedad pero con precisión y observó cómo su joven interlocutora buscaba un lugar para sentarse. Lo encontró con rapidez en un viejo solium que estaba junto a una de las paredes. Domicia miró unos instantes al suelo y, de pronto, volvió a levantar la cabeza y a mirar con fiereza al consejero imperial.

—¿Y tuvo algo que ver mi actual esposo, Domiciano, en la muerte de Elio en Hispania?

Partenio, que había permanecido en pie desde la entrada de Domicia, se sentó con cuidado. Apartó varios rollos para que no se interpusieran entre la joven esposa de un César y él mismo. Entonces, Partenio la miró con seriedad y asintió una vez, levemente, pero lo suficiente para transmitir toda la brutalidad de su mensaje. Para su sorpresa, Domicia Longina no derramó ninguna lágrima ni lanzó ningún grito. Partenio siempre había lamentado la incapacidad de las mujeres para controlar sus sentimientos, pero Domicia le estaba causando una honda impresión. Era una guerrera nata. Qué desperdicio para Roma.

—Gracias por la sinceridad, consejero —dijo Domicia, sin levantarse aún del solium—. Es importante saber la verdad. A mí me importa.

Volvió a mirar a Partenio quien, sin saber muy bien qué se esperaba de él, se limitó a asentir de nuevo; aún temía una reacción incontrolada de su interlocutora pero ésta nunca se materializó; en su lugar la vio levantarse con cuidado y pronunciar unas palabras poderosas, rotundas, pero que no sonaban a exageración pues venían talladas por la mano segura del odio en estado puro.

—Domiciano pagará por esto.

Partenio la vio levantarse, dar media vuelta y salir de allí sin derramar lágrima alguna. El consejero del emperador de Roma se quedó inmóvil durante un tiempo. La venganza de una mujer siempre era retorcida e inesperada y seguramente Domiciano no la esperaría, pero Partenio no podía evitar sentir pena por Domicia: la joven muchacha no sabía contra quién se enfrentaba; era posible que hiriera a Domiciano con alguna estratagema, pero el odio de éste siempre sería más retorcido, vil y cruel en su contraataque. Los legionarios de las fronteras de Roma siempre anhelaban la paz de la ciudad. Partenio, cada día que pasaba, se preguntaba si no era más sosegado vivir en los límites del Imperio, en combate constante contra los bárbaros, en lugar de entre las paredes del palacio imperial. Al menos, en el norte sabías que los enemigos vendrían siempre desde el otro lado del río.

Los asesinos del emperador
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