UNA PETICIÓN AL LANISTA

Roma, enero de 92 d. C.

El lanista esperaba solo en medio de la inmensidad del Aula Regia. Era de noche. Estaban en la secunda vigilia. A Cayo no le sorprendió la llamada del emperador en las tinieblas de la madrugada. Desde Alba Longa todo había ido a peor. Flavia Julia había sido la primera víctima imperial de aquel palco, mientras que el ex cónsul Manió estaba desterrado. El emperador había seguido con su ola de destrucción. Nadie sabía bien por qué, pero había arremetido contra las vestales como hiciera ya en el pasado, cuando sentenció a tres de ellas a muerte. Ahora había ido más lejos y ordenado la condena de enterramiento viva para Cornelia, la Vestal Máxima. Nunca antes se había condenado a una Vestal Máxima. El emperador la culpaba de los males del Imperio, es decir, de los ataques constantes en las fronteras del Rin y de la Dacia y, en particular, de no haber dirigido correctamente los sacrificios las vísperas del desastre de Tapae, cuando el jefe del pretorio Fusco condujo a la legión V Alaudae a la destrucción absoluta.

Cayo sacudió la cabeza y suspiró una vez. A los pocos meses de que la Vestal Máxima fuera enterrada viva, la legión XXI Rapax había sido aniquilada en Panonia por un ejército sármata. Domiciano ya llevaba dos legiones completas destruidas y varias más seriamente reducidas en sus fuerzas en las guerras del norte que supuestamente había vencido. Varios senadores argüían que ese último ejército sármata habían sido tropas enviadas por el propio rey de la Dacia, Decébalo, que para nada cumplía con el acuerdo de paz firmado entre Roma y Sarmizegetusa. Al lanista le dolía su pierna coja y anhelaba poder sentarse, pero no podía hacer otra cosa que esperar allí de pie. Con el ex cónsul Manió desterrado y caído en desgracia, el ex cónsul Trajano fue el elegido por Domiciano para acudir a Panonia con la XIV Gemina para sustituir a la aniquilada legión XXI Rapax. Quizá de esa forma buscara el emperador deshacerse de la segunda legión que se le rebeló en el Rin y del propio Trajano.

El lanista siguió pensando en el resto de personas de aquel palco en Alba Longa: Partenio aún conservaba su puesto, eso era cierto, pero su influencia había decrecido en favor del jefe del pretorio, Casperio, y de un tal Norbano, a quien todos apuntaban como un próximo jefe del pretorio compartiendo el cargo con Casperio. La emperatriz Domicia era la única que, por el momento, era capaz de ingeniárselas para sobrevivir con cierta seguridad al lado de la locura del emperador. ¿Cómo lo lograba? Quizá tenía más experiencia que nadie en vivir junto a Domiciano. Cayo sacudió la cabeza. Tenía que centrarse. Ahora era su turno. El emperador iba a pedirle algo, eso era evidente, relacionado con sus gladiadores. Y no podría negárselo. Y se lo iba a pedir de madrugada, con nocturnidad, movido por un impulso. Eso era lo peor.

De pronto se oyeron las puertas de bronce abriéndose a su espalda. Cayo se giró. El emperador del mundo entró en el Aula Regia seguido por veinticuatro pretorianos bien armados. Parecía que a Domiciano le costara algo andar. Un esclavo con una copa resplandeciente caminaba a su lado. El emperador estaba borracho. El lanista, cojeando, una cojera que la edad había acentuado, se hizo a un lado para dejar que la comitiva imperial pasara ante su cuerpo inclinado en señal de completa humillación ante el César. El emperador se sentó y, rodeado por su guardia pretoriana, se dirigió al preparador de gladiadores.

—Cayo… Esa gladiadora… ¿cómo se llama?

—Alana, Dominus et Deus, la gladiatrix Alana.

— ¿Gladiatrix? —repitió algo sorprendido y con cierta dificultad el emperador mientras extendía el brazo para que el esclavo le devolviera su copa rellenada con vino endulzado—. Me gusta. Ya han inventado una palabra para definir una mujer gladiadora. Una creación mía, que Roma me debe.

El lanista se limitó a inclinarse ante el César en señal de reconocimiento. Nerón ya hizo combatir a algunas gladiadoras, pero tampoco iba él a discutir sobre eso con el César. El emperador bebió un buen trago y devolvió la copa al esclavo.

—Bien, bien… eso está bien, pero esa gladia… trix, Cayo, esa luchadora ha de morir. No soporto el recuerdo de la cara de satisfacción de mi esposa cuando ganó aquella estúpida apuesta al padre de Trajano. Se me revuelven las tripas. Llevaba tiempo ocupado en otras cosas hasta que esta noche Minerva me ha iluminado. Hablo con Minerva en mis sueños, ¿sabes, Cayo? —El lanista se limitó a asentir y el emperador continuó—. ¿Sabes contra quién va a luchar esa gladiatrix?

Se rió, el nombre femenino de gladiador le hacía gracia. Cayo comprendió que no era una risa para ser compartida y se mantuvo serio mientras preguntaba al César.

—¿Contra quién ha de luchar la gladiatrix Alana, Dominus et Deus?

Domiciano saboreó el momento de pronunciar su sentencia.

—Contra Marcio, Cayo. —El lanista permaneció inmóvil; Domiciano podía estar perdiendo la razón, pero era súbitamente certero en encontrar las formas más crueles de infligir sufrimiento humano. Proseguía con sus palabras—: Esa muchacha que mi mujer, Domicia, cree tan buena guerrera se batirá contra Marcio en la reapertura del anfiteatro Flavio. Las obras están terminadas. Al pueblo le encantará.

El lanista se quedó de pie, en silencio, frente al emperador de Roma.

Marcio, acompañado por una veintena de los mejores gladiadores del Ludus Magnus, caminaba, rodeados todos por pretorianos, por entre los túneles del hipogeo: la nueva y compleja trama del subsuelo de la arena del anfiteatro Flavio. El lanista no quería que sus luchadores perdieran un ápice de energía por el miedo que podían producir aquellos túneles —en ocasiones estrechos pero de techos elevados, en otros lugares pequeños y húmedos, pero siempre tenebrosos y lúgubres— por donde transitarían los centenares de fieras y gladiadores y condenados que formarían parte de los juegos de reapertura del anfiteatro más grande del mundo. Marcio lo observaba todo con atención. Compartía con el lanista la importancia de conocer bien el terreno en el que te juegas la vida como base para la supervivencia. Marcio tenía en mente que su próximo combate seguramente fuera a ser contra un nuevo gladiador traído por el lanista desde el colegio de gladiadores de Pérgamo: un tracio gigantesco y brutal que miraba con ojos lujuriosos a Alana y que había intentado tocarla, a lo que ella respondió con un zarpazo con su pequeña daga en la mano izquierda de aquel gigante; no en la derecha porque ella sabía que eso era inutilizar a un guerrero y el lanista se lo habría hecho pagar con días de aislamiento en su celda. Desde entonces el gigante había dejado a Alana tranquila, pero Marcio se mantenía atento en todo momento a los movimientos de aquel sirio descomunal.

De pronto, el veterano gladiador observó algo en su paseo de reconocimiento por el hipogeo que le llamó la atención y sus pensamientos retornaron al submundo que le rodeaba: allí había unas ruedas enormes con cuerdas que actuaban como poleas para subir hasta el techo unos cuadrados de madera, como una balsa, cuya finalidad aún no acertaba a comprender. Había unas cadenas atadas a los extremos de cada esquina de aquellos suelos de madera que debían ser elevados por las poleas, pero… ¿hacia dónde? ¿Para qué? La carcajada oscura de Carpophorus reverberó en las esquinas del techo hacia el que miraba Marcio. El gladiador se volvió hacia él. Los pretorianos se habían detenido para organizar la mejor forma de regresar por aquellos estrechos pasillos. Carpophorus, apestando a hedor de fieras salvajes encarceladas, asomó su rostro entre las sombras.

—¿Ya sabes contra quién tiene que luchar tu amiga, Marcio? —dijo el bestiarius mezclando sus palabras con el pestilente aire de su aliento fétido. Carpophorus se enteraba de todo. Se arrastraba constantemente por los agujeros más perdidos y recónditos del anfiteatro Flavio y escuchaba conversaciones inaudibles para cualquier otro ser humano. Era como si el bestiarius hubiera desarrollado el oído fino y preciso de las fieras con las que convivía.

—Por tu cara de asombro veo que no lo sabes. Tu amiguita servirá pronto de alimento a mis bestias y su sangre… con su sangre voy a ganar una fortuna, una fortuna… —Y volvió a reírse mientras desaparecía en las tinieblas.

Empezaba a ser habitual que se comerciara con la sangre de los gladiadores muertos, pues existía la creencia de que servía de estimulante sexual, y tanto los patricios como las matronas de Roma parecían dispuestos a pagar mucho dinero por un poco de sangre de un gladiador muerto. Era de suponer que la sangre de una gladiadora, de una gladiatrix como Alana, aún se cotizase más en ese mercado negro. Marcio no sabía muy bien cómo se conducía ese tráfico de sangre, pero al oír a Carpophorus ya tuvo bien claro quién estaba detrás de todo aquel repugnante negocio. Uno de los pretorianos se acercó a ver con quién hablaba Marcio, pero cuando llegó junto a él sólo vio el aire vacío henchido de oscuridad por el que se perdía un pasadizo angosto del que sólo provenía el rugido de las bestias enjauladas. El pretoriano no quiso averiguar más y regresó a su puesto.

—¡No es posible! —aulló Marcio desesperado ante la figura sentada y algo encogida de un cada vez más decrépito lanista, como si los años de servicio bajo el gobierno del emperador Domiciano le empezaran a pesar ya de una forma excesiva.

—¡No me levantes la voz… esclavo! —respondió Cayo alzándose del banco de piedra de uno de los extremos de la arena del Ludus Magnus—. ¡No te atrevas a hablarme así! ¡Nadie me habla así! ¡Recuerda que sólo eres un esclavo y no me importa lo buen luchador que seas! —Como Marcio se controlaba e inclinaba la cabeza, el lanista volvió a sentarse y continuó con un tono más sereno—. Deberías estarme agradecido, Marcio, por muchas cosas… por todo. Te cogí cuando eras sólo un niño y te he convertido en el gladiador más importante de Roma. Pronto te ofrecerán la rudis de madera en cualquier combate y serás libre. No tenías nada y yo te lo he dado todo. Sí, ya sé, ya sé que no ha sido un camino fácil y que has sufrido mucho, como todos aquí, Marcio, como todos en esta maldita vida que nos ha tocado vivir. Los dioses, sí —miró al cielo y luego al suelo negando con la cabeza—, ¿dónde están los dioses en todo esto? No lo sé, Marcio, no lo sé. Roma estaba completamente loca cuando te rescaté de los vitelianos en medio de la guerra civil. Hubo unos años de sosiego con Vespasiano y Tito, pero Domiciano nos conduce a todos de nuevo al desastre. —Hablaba en voz baja; aunque presentía su muerte próxima no tenía ningún interés en adelantarla—. Todos vamos al desastre. Lo siento por tu amiga, Marcio, pero no importa tanto morir un poco antes o un poco después. Al final te das cuenta de que no importa tanto…

—No es un emparejamiento justo, lanista, solo digo eso; el público se reirá. —Marcio había vuelto a interrumpir al preparador de gladiadores pero con un comentario certero y la voz controlada.

El lanista asintió, suspiró, bajó la cabeza y volvió a hablar.

—No es justo, Marcio, no, pero aun así deberías estarme agradecido. No tienes ni idea de cuál era la orden inicial del emperador.

El lanista, sin levantar la cabeza, se limitó a volver sus ojos hacia arriba buscando así de soslayo la mirada nerviosa y tensa de Marcio y éste comprendió, comprendió con una rapidez sorprendente; el lanista lo miraba muy atento: sí, seguramente por eso era el mejor de todos los gladiadores, porque no sólo era fuerte y ágil sino también inteligente. A Cayo no le hicieron falta más palabras. Marcio las pronunció en su lugar.

—El emperador quería que Alana luchara contra mí… —No lo dijo como una pregunta.

El lanista asintió, se incorporó un poco y apoyó la espalda en la pared del muro de madera que rodeaba la arena del Ludus Magnus.

—No soy tan cruel como crees, Marcio. No lo soy. El emperador sí. Pese a todo le convencí de que contra el gigante de Pérgamo se garantizaría la muerte de la gladiatrix, que es lo único que obsesiona al emperador en todo este asunto. No tengo claro por qué. Creo que es por una apuesta que hizo su esposa, Domicia Longina, a favor de Alana hace tiempo ya, en Alba Longa. La emperatriz ganó la apuesta y Domiciano no resiste que su esposa tenga razón en nada. Alana iba a morir de todas formas, pero esta vez no tendrás que ser tú el que lo haga. Ya sufriste eso una vez. No tienes por qué pasar por ello dos veces.

Marcio estaba de pie, bajo el sol de Roma, pisando la arena del anfiteatro de entrenamiento. Miró al suelo, apretó los puños, levantó su faz y habló con una solemnidad extraña.

—Alana habría tenido muchas más oportunidades de regresar viva luchando contra mí que combatiendo contra el maldito luchador de Pérgamo.

No dijo nada más; se limitó a dar media vuelta y alejarse en dirección a su celda. Fue ahora el lanista el que estuvo rápido en la interpretación de aquellas palabras, mientras parpadeaba con los ojos muy abiertos: Marcio se habría dejado matar por aquella muchacha sármata; se habría dejado matar.

Los asesinos del emperador
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