ALGUIEN QUE NO TEME A VESPASIANO
Roma, principios del otoño de 70 d. C.
A Domicia le sorprendió verse invitada de nuevo y no iba a aceptar, pero su madre insistió.
—El hecho de que Lucio se haya comportado como un traidor y un cobarde contigo —dijo la madura Casia Longina con vehemencia— no quiere decir que todos los hombres de Roma sean igual de imbéciles. Domicia, escúchame —y levantó la barbilla de su hija con la mano, pues la joven no dejaba de mirar al suelo—; escúchame Domicia: no sólo sigues siendo hermosa, muy hermosa, sino que desciendes del mismísimo Augusto. No lo olvides. —Dio media vuelta pero siguió hablando con intensidad—. Además, Vespasiano da este banquete para celebrar la conquista de Jerusalén, para celebrar la victoria de su hijo Tito. Quiere acallar los rumores sobre una supuesta rebelión de Tito. Hay que ir. Negarse es como desafiarle, como decirle que no se le teme, como decirle que uno sólo espera la llegada de Tito, que es el realmente poderoso. No, Domicia; si te ha invitado debes ir. Como descendiente del divino Augusto debes ir.
—Pero por eso mismo el emperador me teme, madre, por descender de Augusto.
—No digas eso nunca. Vespasiano te ha invitado a un nuevo banquete y debes ir. El divorcio con Lucio está consumado, Lucio está en Hispania y tú aquí. Otros hombres se fijarán en ti. Quizá alguien aún más importante que Lucio.
—Entonces el emperador volverá a interferir, madre.
A Casia Longina le agotaba la perseverancia de su hija. Miró entonces a Domicia Córbula, su otra hija embarazada que las acompañaba.
—Es bueno que vayas, Domicia —confirmó Córbula.
Y Domicia, tras una hora de discusión, al fin, cedió.
Domiciano detectó la entrada de Domicia en el gran atrio del emperador de inmediato. Llevaba horas esperando ese momento. La muchacha se había hecho esperar. No importaba. Al momento, en cuanto Domicia, acompañada por su hermana, que debía de estar embarazada de varios meses por la enorme barriga que exhibía, se recostó en uno de los triclinia de los invitados, el joven César se aproximó.
—Me alegra que la joven Domicia se reincorpore a la vida social de Roma —dijo mirándola y quedándose al lado de la hermana embarazada. Esta comprendió el significado de aquella actitud.
—No me encuentro bien, Domicia. Saldré al jardín. El aire fresco me sentará bien.
Pese a las protestas de Domicia, que deseaba acompañarla, Córbula se levantó y desapareció con rapidez, dejándola con el César Domiciano.
Domiciano habló con dulzura, podía usarla cuando quería con destreza, mientras se sentaba junto a Domicia.
—Una hermana hermosa e inteligente.
—Mi hermana y mi madre es todo lo que tengo; a muchos les parecerá poco, pero para mí es mucho.
Domiciano sonrió. Sabía que todos les estaban mirando. Era mejor ir al grano y no alargar demasiado la conversación. Todo se andaría a su tiempo, un tiempo rápido, pero paso a paso.
—También tienes unos antepasados muy nobles, augustos —dijo el César recalcando la última palabra. Domicia guardó silencio. No esperaba eso. Seguramente ahora la expulsarían del banquete. No tenía que haber ido, no tenía que haberse doblegado a la voluntad de su madre… La voz de Domiciano al oído interrumpió sus pensamientos—. La joven Domicia debe estar orgullosa de sus antepasados. Yo, Domiciano, no temo a la descendiente del divino Augusto ni tampoco temo a mi padre, el emperador.
Se separó de ella, le sonrió y Domicia, en un mar de confusión, asintió primero levemente y luego sonrió un poco a medida que el César se levantaba para regresar a su triclinium al lado del emperador Vespasiano. Domicia cruzó entonces su mirada con la del emperador y creyó percibir preocupación en aquellos ojos. Malinterpretó una simple mirada de curiosidad, pero era aún muy joven y estaba engañada sobre quién era el responsable de su divorcio, así que aquella confusión era lógica. Domicia bajó la mirada. Incauta, impulsada por la locura de su juventud, una juventud que siempre cree que lo puede todo, concibió una forma retorcida de vengarse del emperador: si enamoraba a su hijo Domiciano, y todo parecía apuntar a que eso podría ocurrir, si lo enamoraba hasta el punto de que el joven César se casara con ella, ésa y no otra sería su más afilada venganza contra Vespasiano.
—¿Estás bien? —preguntó Córbula, que regresó en cuanto Domiciano se alejó de Domicia.
—Muy bien —dijo Domicia—; no he estado mejor en mi vida.
Antonia Cenis ordenó que las ornatrices salieran de la habitación. Quería hablar con el emperador a solas. Ella misma continuó quitándose los peines, agujas y aderezos del complejo peinado que había lucido durante la velada.
—He observado que Domiciano se ha mostrado interesado por la joven Domicia —dijo.
—Sí —respondió Vespasiano. Antonia guardó silencio; conocía ese sí; vendría acompañado con más palabras si uno sabía esperar—. Sí; no me desagrada la idea. Es una joven hermosa y emparentada con el mismísimo Augusto. Sería una buena unión para la familia. No puedo entender que ese Lucio que me recomendaste como gobernador para la Tarraconensis se divorciara de ella.
—Hay hombres estúpidos.
Nada más decirlo, Antonia comprendió que había cometido un error.
—¿Y desde cuándo me recomiendas a hombres estúpidos?
Porque creo que tú me recomendaste a Elio para ese puesto de gobernador. Antonia se volvió despacio al tiempo que quitaba la túnica y se acercaba al emperador hasta abrazarlo para seguir hablándole al oído.
—Hay hombres estúpidos en el amor, pero válidos para el gobierno de una provincia; hay muy pocos hombres válidos para ambas cosas y sólo hay uno audaz en el amor a la par que válido para el gobierno de un imperio: ese hombre eres tú.
Vespasiano ya no hizo más preguntas.
Pasadas unas horas, mientras el emperador dormía plácidamente, Antonia Cenis no podía evitar pensar en la joven Domicia: acababa de entregar al más ingenuo de los corderos al más voraz de los lobos. Sabía que con ello había comprado la neutralidad de Domiciano con respecto a su relación con el emperador, pero no se sentía cómoda con el precio pagado. Aquella muchacha no sabía con quién se estaba juntando y no tenía ni la inteligencia ni la capacidad para sobrevivir. Y si lo hacía sería con mucho sufrimiento. Antonia Cenis cerró los ojos. Quizá la sangre que corriera por las venas de aquella joven, procedente de la fuente lejana del divino Augusto, le diera la fortaleza necesaria a la joven Domicia. Quizá.