UNA PATRULLA EN EL DANUBIO

[Hablan los sármatas la lengua de los escitas, aunque desde tiempos antiguos corrompida y llena de solecismos, lo que se debe a las amazonas, que no la aprendieron con perfección. Tienen ordenados los matrimonios de modo que ninguna virgen se case si primero no matase a algún enemigo, con lo que acontece que muchas de ellas, por no haber podido cumplir con esta ley, mueren viejas y vírgenes, sin llegar nunca a poder casarse.]

HERÓDOTO, Libro IV, CXVII

Norte de Moesia Superior, frontera del Danubio

Verano de 89 d.C.

La paz con Decébalo se había firmado, pero era una paz extraña, conseguida a base de pagar al enemigo grandes sumas de oro y plata. Era el tipo de paz que no respetaba nadie, ni los romanos ni los dacios ni sus aliados, en particular, los sármatas. Los romanos porque, al ser los pagadores, la encontraban demasiado humillante para seguir al pie de la letra las órdenes de un emperador débil que allí, junto al Danubio, parecía estar excesivamente lejos de todo y de todos, y los dacios y los sármatas porque no veían por qué debían mantenerse sin cruzar las fronteras de un Imperio que se veía obligado a pagarles por puro miedo. Así, las incursiones de los unos y los otros a lo largo de toda la frontera del Danubio permanecieron como algo habitual, sólo que los oficiales romanos apenas informaban a sus oficiales de más alto rango y éstos casi nunca transmitían nada de lo ocurrido en la frontera a los tribunos o al legatus, de forma que el emperador no tenía conocimiento directo de lo que estaba pasando. Tampoco es que Domiciano se esforzara en saberlo.

Se vivía así en una permanente inestabilidad que empobreció a todas las ciudades, aldeas y campamentos al sur del Danubio, pues eran pocos los que se atrevían a establecerse en unas tierras tan hostiles donde el futuro era, como mínimo, imprevisible. Uno de los pocos negocios que todavía tenía cierta vigencia era la captura de esclavos. Una caza silenciada por los mandos, a los que siempre les tocaba algo si miraban hacia otra parte; una caza del hombre y de la mujer y de los niños, porque allí donde la ley no se aplicaba era siempre más fácil apresar a alguien, alejarlo de su mundo y conducirlo cubierto de cadenas hacia las fauces de un imperio eternamente hambriento de esclavos para seguir levantando edificios más grandes y más imponentes en Roma o en las grandes capitales provinciales, o esclavos para servir en las gigantescas domus de los ricos o, con cada vez más frecuencia, para luchar en la arena del ciclópeo anfiteatro Flavio. Por eso, aquella tarde fue testigo de cómo una pequeña patrulla romana se detenía oculta en el espeso bosque que llegaba hasta la ribera misma del Danubio.

—¿Es aquí? —preguntó Décimo, el centurión al mando.

—Sí —respondió uno de los legionarios, que se había adelantado y no dejaba de otear el río desde la espesura de los árboles—. Llegan siempre al atardecer.

—Bien; esperaremos —dijo Décimo mirando hacia un cielo algo ya oscuro.

Los soldados se sentaron en el suelo y compartieron agua de un odre grande que llevaban un par de calones que se habían traído consigo. Aquellos legionarios no eran hombres de grandes esfuerzos. La mayoría estaba allí por haber desobedecido a sus superiores en otras legiones; ahora les tocaba servir en la frontera del Danubio. Curiosamente, en pocos meses se habían ido juntando bajo el mando de aquel centurión corrupto, y la situación de todos había mejorado sustancialmente al colaborar en aquellas expediciones secretas destinadas a capturar esclavos entre los dacios, los sármatas o los roxolanos.

—Allí están, mi centurión —dijo el legionario que vigilaba la ribera del río. Señaló a media docena de guerreros sármatas que, acompañados por un par de mujeres, cruzaban el Danubio en una barca—. Es lo mismo cada día: cruzan por la tarde y aprovechan la noche para hacer pillaje entre las granjas abandonadas de este lado del río.

—¿Y esas mujeres? —preguntó otro de los legionarios con los ojos bien abiertos y babeando.

—No lo sé —respondió el que vigilaba—. Son un pueblo bárbaro, hacen cosas absurdas.

—Pues yo me alegro de que hayan traído mujeres —añadió un tercero.

—¡Silencio! —exclamó el centurión— Por Hércules, todos callados o les espantaréis.

Décimo se sentía seguro. Eran veinte hombres en aquella patrulla, más que suficientes para abordar a sólo seis sármatas. Era una proporción de tres a uno, una situación cómoda para el ataque. Las mujeres bárbaras no contaban para la lucha, pero, después de satisfacer a sus hombres, si aún seguían vivas, podrían venderse también bien si había alguna que fuera joven y no demasiado desagradable de aspecto.

—Esperaremos a que se acerquen al bosque —ordenó Décimo bajando la voz. Los legionarios se levantaron y desenfudaron los gladios. De tratarse de una batalla, cualquier oficial medianamente competente habría hecho uso de los pila, pero la idea era capturar al máximo número de aquellos sármatas con vida. De los muertos no se sacaba nada. Los legionarios se concentraban en herir, lanzando sus estocadas a piernas, brazos u hombros. A veces era buena idea matar a dos o tres para que así el resto se rindiera. De esa forma conseguías sólo una parte de la mercancía, pero intacta, y su valor se incrementaba; sin embargo, con algunos dacios y con los sármatas, aquella estrategia se había probado inútil en ocasiones anteriores.

Los malditos no se rendían hasta estar maniatados de pies y manos y, aun así, todavía intentaban embestir a cabezazos. Siempre tenían que terminar propinándoles dos o tres buenas patadas con sus caligae militares para que dejaran de moverse como enloquecidos en el suelo. Lo ideal era venderlos cuando aún estaban semiinconscientes o, en su defecto, encadenarlos bien por el cuello, las muñecas y los tobillos antes de que despertaran.

—Ya están ahí —masculló el legionario que los había conducido hasta aquel lugar—; ya están ahí.

Cruzaron el Danubio entre las brumas del alba. La joven Alana lo observaba todo con sus ojos azules encendidos por la excitación. Aún no había matado a un enemigo en combate, pese a que el año anterior, durante la gran batalla de Tapae, había herido a alguno. Al menos así había formado parte de la gran victoria sobre los romanos, cuando su pueblo, los sármatas, junto con los dacios, habían conseguido destrozar a una legión entera de aquellos malditos romanos que se empeñaban en querer cruzar el gran río. Ahora eran ellos los que lo cruzaban en busca de víveres, animales o simplemente por la posibilidad de enfrentarse contra alguna patrulla romana y atacarles. El grupo con el que Alana cruzaba el Danubio era reducido, pero todos valientes. Alana confiaba ciegamente en el jefe de la expedición, Dadagos, alto, fuerte y rubio. A Alana se le antojaba que Dadagos era un gran héroe. Con tan sólo diecisiete años, la joven era aún incapaz de valorar la diferencia entre el auténtico valor y la temeridad sin sentido. Pero su ceguera era comprensible. Alana, como Tamura, su hermana mayor que la acompañaba en aquella nueva aventura, estaba enamorada de Dadagos. En Tapae, al principio, sólo era admiración, pero el sentimiento había evolucionado de forma irrefrenable. Para Alana, como para su hermana, lo único importante era matar a un enemigo lo antes posible. Tamura tampoco lo había conseguido aún. Sólo entonces, de acuerdo con sus leyes, podrían desposarse con un guerrero como Dadagos y abandonar la lucha en primera línea. A Alana no le convencía lo de abandonar la guerra: le gustaba. Era rápida, veloz, ágil, astuta, silenciosa, atrevida, delgada pero fuerte. Y aunque no lo percibiera, con su cabello rubio, lacio, largo, recogido con una cinta para combatir mejor, su piel brillante por el sudor de la lucha, sus músculos bien torneados en piernas y brazos, sus pechos pequeños, apretados por la ropa para poder combatir con más libertad, era también, a los ojos de cualquier hombre que la mirara, una mujer hermosa. Alana estaba celosa de su hermana por ser la mayor y porque presentía que se le adelantaría a la hora de matar a un enemigo, pero más allá de los celos, al compartir ambas el mismo anhelo de yacer con Dadagos, Alana quería a su hermana. Era una relación extraña la que mantenían, pero Alana estaba dispuesta a morir por Tamura en combate si eso era necesario, y estaba segura de que su hermana sería capaz de lo mismo. Eso sí, la que primero matara a un enemigo sería la que se dirigiría directa a hablar con Dadagos.

La llegada de la patrulla romana les sorprendió por la espalda, apenas habían desembarcado en la orilla sur del Danubio. Abrumada por sus propios pensamientos, Alana apenas si tuvo tiempo de desenvaninar su espada y retroceder hacia el río. Tanto ella como su hermana se beneficiaron de que los romanos, en su ingenuidad y desconocimiento de las tradiciones sármatas, las ignoraran y se centraran sólo en Dadagos y sus hombres. Dadagos acababa de derribar a un legionario y luchaba contra otros dos mientras que tres arqueros romanos, desde la distancia, se las ingeniaron para herir con sus dardos a tres de los compañeros de Dadagos. Los otros legionarios rodearon a los heridos y los hirieron mortalmente. Fue entonces cuando Tamura intervino y se lanzó contra los legionarios que les rodeaban. Y mató a uno, a dos, con la velocidad de su juventud y su entrenamiento, pero uno de ellos se revolvió y la hirió en el vientre. La sangre empezó a salir de sus entrañas a borbotones mientras un romano se jactaba entre grandes carcajadas de su hazaña. Muy cerca, Dadagos caía muerto, de bruces sobre la orilla; los tres compañeros heridos por las flechas y ensartados por lanzas enemigas miraban al cielo con los ojos abiertos y la boca escupiendo espuma y sangre. Los dos guerreros sármatas supervivientes fueron rodeados por el resto de romanos y desarmados y obligados a arrodillarse, pero entonces uno de los dos, ya desarmado, sintió la humillación de aquella derrota inesperada quebrándole por dentro y se lanzó con sus puños contra los romanos, y su compañero sármata, enardecido por el valor de aquél, le imitó. Los gladios romanos los tuvieron que ejecutar sin piedad entre gritos de despecho y rabia. Alana, por su parte, se había quedado petrificada viendo a Tamura desangrándose. Sentía vergüenza de sí misma: ni siquiera había luchado. Quería acercarse a su hermana pero tres romanos se interponían. Dadagos y sus guerreros y su hermana estaban muertos: su mundo había desaparecido en un instante. Los legionarios supervientes, doce en total, se volvieron hacia ella. Alana asía la espada con fuerza. Hablaban entre ellos en aquella lengua extraña y brutal que usaban. Se los veía enajenados por la muerte de varios de sus compañeros de armas. Dadagos y el resto, incluida su hermana, habían vendido caras sus muertes. Alana retrocedía hacía el río. La barca estaba demasiado lejos y, aunque pudiera llegar a ella por ser más veloz que los romanos, éstos la alcanzarían cuando intentara empujarla hacia el agua. Cómo echaba de menos un buen caballo, pero aquellas barcas eran demasiado pequeñas para los animales. Sólo podía defenderse y luchar y morir, como Dadagos, como Tamura, como el resto de sus compañeros…

Décimo miraba a su alrededor con cara de asco. Ocho legionarios muertos y los seis guerreros sármatas ensartados por sus lanzas y gladios: un auténtico desastre. Ocho muertos y ni un esclavo que vender. Lo único que le aliviaba era ver al legionario que los había conducido hasta aquel lugar entre los muertos; ejecutado, además, por una de aquellas extrañas mujeres sármatas que blandían espadas. La que se había atrevido a atacarles ya estaba muerta también, sólo quedaba aquella otra joven que retrocedía caminando hacia atrás.

—Nos divertiremos con ella —oyó Décimo que decía uno de sus legionarios supervivientes a aquel desastre—. Primero nos acostaremos con ella todos y luego la venderemos.

Décimo comprendía las ansias de sus legionarios, y más teniendo en cuenta el horror de aquel anochecer. Miró entonces a la sármata, que les encaraba esgrimiendo la espada con valentía. El centurión inspiró aire profundamente. No parecía que aquella joven, muy hermosa por cierto, fuera a dejarse violar por sus hombres. No sin luchar con saña. Tendrían que golpearla brutalmente antes de solazarse con ella. Décimo avanzó varios pasos y se interpuso entre sus hombres y la muchacha.

—Hemos venido a por esclavos y el día ya ha salido bastante mal, pero nos resarciremos vendiendo a esta sármata guerrera —dijo Décimo a sus hombres—. Sé de un comerciante de esclavos que siempre busca guerreros para el anfiteatro Flavio. Podemos sacar un buen dinero por esta muchacha. —Miró a los legionarios muertos antes de continuar—. Como somos menos de los que hemos venido, al repartir las ganancias habrá oro para todos pese a que la caza haya sido escasa.

—De acuerdo, Décimo —dijo uno de los legionarios—, pero antes estaremos con ella; por turnos.

Décimo sabía que el conducir legionarios de caza para conseguir beneficios particulares hacía que la disciplina se relajara, pero todo tenía un límite. Se acercó al legionario y le habló con firmeza.

—Soy tu centurión, legionario y he dado una orden.

Todos se detuvieron, pero Décimo leyó el desprecio en sus miradas. Estaba claro que aquella sármata era demasiado hermosa y hacía semanas que no se pasaba ningún grupo de prostitutas por el campamento en aquella maldita tierra olvidada por el emperador. Décimo comprendió que tenía que dar alguna satisfacción a sus hombres, pero también estaba convencido de que la joven nunca rendiría su cuerpo. Décimo, antes que legionario, había sido comerciante. Y siempre hábil en los negocios. Ese instinto era el que le había llevado a centurión.

—De acuerdo, legionario —empezó el centurión—. Por turnos. Pero por turnos para todo: el que quiera acostarse con la muchacha que vaya, la desarme y luego que haga con ella lo que quiera. Cuando termine irá otro y así hasta que todos estéis a gusto. Sexto —señaló al que se le había encarado—, adelante, por Júpiter, es sólo una mujer con una espada, casi una niña. Adelante y disfruta. Los demás, diez pasos atrás.

El resto de legionarios retrocedió. Les parecía algo razonable. Sexto avanzó hacia la muchacha. Lo hizo sonriendo al principio, hasta que cuando estuvo apenas a dos pasos de distancia aquella maldita dio un paso rápido hacia delante y paseó su espada rozando los ojos del legionario. Sexto dio un par de pasos hacia atrás mientras que la humillación de las risas del resto de legionarios le hacía hervir la sangre.

—¡Zorra! ¡No sabes lo que has hecho! —dijo. Fueron sus últimas palabras. En cuanto se lanzó hacia delante, la muchacha, como una centella, se agachó, giró sobre sí misma y antes de que Sexto pudiera darse cuenta la espada de la joven asomaba por su garganta después de haber entrado por la parte posterior del cuello.

Alana intentó entonces extraer la espada del cadáver de Sexto pero no pudo. Le faltaba fuerza. Tenía agilidad, pero aún le faltaba más músculo. Hábil, no obstante, tomó el gladio de su enemigo agonizante y lo blandió nuevamente a la espera de que algún otro de aquellos hombres se lanzara sobre ella. No entendía bien por qué habían dejado que aquel legionario fuera solo contra ella en lugar de echarse a luchar todos a la vez, pero no era el momento de intentar entender a los romanos; eran extraños y absurdos en sus costumbres. Sólo pensaba en su hermana muerta y en cómo intentar escapar para retornar algún día y vengar la sangre derramada por los suyos, pero no veía forma alguna de hacerlo. La empezaron a rodear. Tenía que pasar y estaba pasando, era lo lógico, pero no se acercaban, la envolvían en un círculo de muerte del que no podría escapar ya nunca. No pensaba dejarse forzar por ninguno de ellos. Antes se quitaría la vida. Aquélla parecía ser la única forma de escapar, así que Alana levantó la espada, la giró en el aire y dirigió la punta contra su pecho.

—¡Ahora, por Júpiter! ¡O la muy imbécil se va a matar! —aulló Décimo.

De pronto, una red igual a la que usaban los retiarii en sus luchas en el anfiteatro Flavio cayó sobre la joven sármata y trabó su brazo, que empezaba a descender para herirse mortalmente. Se abalanzaron sobre ella varios legionarios y la redujeron, aunque sin poder evitar arañazos, mordiscos y patadas de todo tipo. Tardaron un rato en tenerla completamente inmóvil, atada con varias cuerdas. Para cuando consiguieron su objetivo, todos doloridos, ya nadie tenía ganas de acostarse con aquella maldita zorra. Décimo tenía razón: lo mejor que se podía sacar de aquella jornada era un buen puñado de oro, si es que había alguien tan loco como para querer pagar dinero por aquella maldita fiera sármata, despiadada y terrible.

Los asesinos del emperador
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