I
Al rey siempre le había gustado la caza; era su pasión. Y fue así como un día, mientras cazaba a orillas del Ganges, se encontró con ella. Fue como una visión. Allí estaba, de pie. Su piel brillaba como el oro, sus ojos eran grandes y lustrosos. Con los dedos peinaba sus largos cabellos que le caían sobre el cuerpo como Rahú tratando de cubrir la luna. El rey quedó como paralizado, contemplándola absorto. Le parecía una ninfa que hubiera descendido de los cielos a la tierra para deleite de sus ojos. Se le acercó, y ella, al escuchar el ruido giró y lo miró, y un destello hechizante iluminó su cara. En sus labios se dibujó una tenue sonrisa mientras jugaba dibujando formas en la tierra con la punta de su pie. Un momento después volvió a levantar la mirada posando su vista en él, y el rey advirtió que a ella le gustaba su compañía.
Se acercó. Tomó vacilante su mano entre las suyas, y le dijo:
—Eres muy hermosa. Quiero que seas mía. Soy Santanu el rey de Hastinapura. Me he enamorado de ti y sin ti ya no podría vivir.
Ella le sonrió y dijo:
—Desde el momento en que te vi supe que iba a ser tuya. Seré tu reina, pero con una condición: jamás te opondrás a lo que yo quiera hacer, sea lo que fuera y cuando fuese. En el momento en que no cumplas esto me iré de tu lado y no regresaré jamás.
—Que así sea —dijo el monarca enamorado, y la llevó a la ciudad.
Fue para él la esposa ideal: una compañera en todas las ocasiones. Le complacía inmensamente su encanto, su belleza, sus dulces palabras y sus muchas virtudes. Perdía conciencia del tiempo cuando estaba con ella. Su nombre era Ganga.
Pasaron los días y los meses, y en el transcurso del tiempo Ganga concibió un hijo del rey, el cual se alegró en gran manera, pues al fin había nacido un hijo heredero que iba a asegurarle la descendencia de la casta de los pauravas, ocupando en su día el trono. Se dirigió a toda prisa a los aposentos de la reina. Pero se le informó de que ella ya no estaba. Le dijeron que había salido corriendo en dirección a las orillas del Ganges con el niño recién nacido en sus brazos. El corrió hacia la orilla del río, y allí ante sus ojos horrorizados vio lo que jamás podría borrar de su memoria: Ganga, su amada Ganga, arrojaba el niño recién nacido al río y en su rostro había una expresión que no pudo olvidar durante varios días, torturándolo de continuo. Ella sin embargo ofrecía el aspecto de haberse librado de una pesada carga. El sentía deseos de preguntarle por qué, pero no podía hacerlo, pues se acordaba de lo que le había prometido en el momento de aceptarla como esposa.
Esta misma escena volvió a repetirse un año más tarde. Y al siguiente año volvió a suceder lo mismo. Y así sucesivamente fue arrojando al río los siete primeros hijos del rey. El rey, sin embargo, permanecía en silencio. El amor, dicen, es ciego, pero no es exactamente así: el amor es un ojo extra con el que se ve tan sólo lo que hay de bueno en el ser amado, permaneciendo ciego a todas sus faltas. Para el rey, Ganga era toda su vida. Pero igualmente poderoso era su deseo de tener un heredero. El rey ya no encontraba un momento de paz; y así pasó un año, hasta que el octavo hijo vino al mundo. Ganga otra vez corrió hacia el río con el niño entre sus brazos y el rey enmudeció de furia y amargura, ya no lo podía soportar más, y sin poderse contener corrió detrás de ella, hasta que la alcanzó, la detuvo y por primera vez la recriminó.
—¿Por qué actúas de un modo tan inhumano? —le dijo—: ya no puedo soportarlo más. No entiendo por qué destruyes de esta manera a mis hijos. ¿Por qué lo haces? ¿Cómo es posible que una madre mate a su niño recién nacido? Por favor, dame este hijo. Ya no puedo guardar silencio por más tiempo.
Ganga tenía una extraña sonrisa en sus labios. Estaba triste y feliz al mismo tiempo.
Dirigiéndose al rey muy dulcemente le dijo:
—Mi señor, ha llegado el momento en el que debo irme. Has roto tu promesa. Me iré inmediatamente. Este hijo nuestro vivirá. Me lo llevaré conmigo pero te lo devolveré cuando llegue el momento. Le llamaré Devavrata.
El rey la miraba atónito, no podía entender todo lo que le estaba diciendo. Lo único que entendía era que la mujer que lo era todo para él estaba a punto de abandonarle para siempre, sólo porque le había pedido que no matase a su octavo hijo. Las únicas palabras que pudieron salir de sus labios fueron:
—¿Por qué me haces esto? ¿Es que no ves que mi vida te pertenece y que no 'puedo vivir sin ti? No puedes irte y dejarme abandonado. En un tiempo me amabas y ahora, en nombre de ese amor, te imploro que no me dejes; por favor.
En el hermoso rostro de Ganga apareció una expresión de dolor, y le dijo:
—Mi señor, ¿no entiendes que me voy porque debo hacerlo? Yo, Ganga, pertenezco a los ciclos. He venido a la tierra para hacer un servicio y complacer tu deseo. Yo soy la diosa Ganga, adorada por los dioses y los hombres. Vasishta maldijo a los ocho Vasus a nacer en el mundo de los hombres, pero luego conmovido por sus súplicas, he tenido que descender al mundo de los mortales para ser madre de ellos. Ellos han sido los ocho hijos que he concebido de ti, y ha sido para tu beneficio que así fuera, pues tú ascenderás a las regiones superiores por el servicio que has hecho a los ocho Vasus. Te contaré cómo fueron maldecidos por Vasishta:
"Un día fueron los Vasus a la montaña con sus esposas, y mientras vieron por un camino la ermita de Vasishta. Uno de ellos vio a Nandini, la vaca de Vasishta, que pastaba allí. La divina belleza de su forma lo atrajo, llamando la atención de los otros acompañantes hacia aquel armonioso animal.
"Una de las esposas le pidió a su marido que la obtuviese para ella, a lo que él le respondió:
"— ¿Qué necesidad tenemos nosotros, los Devas, de beber leche de vaca? Esta vaca le pertenece al sabio Vasishta, dueño de todo este lugar. Es posible que un hombre se vuelva inmortal bebiendo leche de esta vaca, pero qué beneficio nos reportaría a nosotros que ya somos inmortales. No merece la perla provocar la ira de Vasishta tan sólo para satisfacer un capricho.
"Pero la esposa continuaba insistiendo:
"-Tengo una compañera en el mundo de los mortales y es por ella que te lo pido; podemos irnos con la vaca antes de que regrese Vasishta. Por favor, hazlo por lo que más quieras, este es mi más profundo deseo.
"Finalmente su esposo cedió, y entre todos los Vasus cogieron la vaca y se la llevaron con ellos. Cuando Vasishta regresó a la ermita, notó la falta de la vaca, pues le era imprescindible para sus rituales diarios. Y usando el poder del yoga enseguida vio todo lo que había pasado. La ira se apoderó de él y pronunció una maldición contra los Vasus. El sabio, cuya única riqueza era su austeridad, les condenó a que nacieran en el mundo de los hombres.
Cuando los Vasus supieron que habían sido maldecidos se arrepintieron, aunque ya era demasiado tarde, y recurriendo a la misericordia del sabio, le imploraron perdón. Vasishta les dijo:
"-La maldición ha de seguir su curso. Aquel de vosotros que decidió coger la vaca vivirá en el mundo durante más tiempo aunque en plena gloria, pero los otros seréis liberados de la maldición en cuanto nazcáis. No puedo retirar mis palabras, pero de esta forma suavizaré vuestra maldición.
"Tras lo cual Vasishta depositó de nuevo su mente en la práctica de la austeridad y el yoga, cuyos efectos habían disminuido ligeramente por la ira. Los sabios que practican la austeridad adquieren el poder de la maldición, pero cada vez que usan ese poder reducen su cúmulo de méritos.
"Los Vasus se sintieron aliviados y se acercaron a mí, la diosa Ganga, y me rogaron que fuera su madre; me pidieron que descendiera a la tierra para engendrarlos y arrojarlos inmediatamente al río en cuanto nacieran, liberándolos así de la maldición. Por otro lado tú en tu nacimiento anterior, eras el gran rey Vihsak. Una vez estabas en la corte de hidra y al llegar yo me miraste con ojos de deseo y quisiste que fuera tuya. A los moradores de los cielos no les gustó esto y te enviaron a la tierra para nacer como el rey Santanu, el hijo de Pratipa. De este modo nuestro amor se ha hecho posible y hemos sido felices.
—Mi señor no trates de detener la marea del tiempo. Las cosas que han sido ordenadas han de suceder. Ni tú, ni yo, ni todos los dioses pueden alterar el orden de las cosas que han de suceder.
Cuando el velo de la ilusión se aparta y se les permite a los ojos ver la verdad, nos damos cuenta de que los ojos no son suficientemente fuertes para resistir su presencia. Lo mismo le ocurría al rey. Ganga, la diosa de los cielos, pensó que era adecuado jugar el papel de esposa suya, pero Santanu, un mero mortal, no era lo suficientemente fuerte para sobrellevar tal honor. Su mente rechazaba enfrentarse a la verdad. Se quedó como mudo cuando escuchó lo que Ganga le había dicho. Era demasiado para él. Como consecuencia veía dos cosas: la primera era que Ganga le abandonaría para siempre, la segunda que ahora tenía un hijo, el cual podría ocupar el trono para perpetuar el nombre de los Pauravas. A Ganga le resultaba fácil adivinar las emociones que pasaban por la mente de Santanu y con una mirada de amor y compasión se dirigió al rey diciendo:
—Mi amado, por favor no te apenes, cuidaré muy bien de nuestro hijo. Será un gran hombre. Será el mayor de todos los Pauravas que hasta ahora han ocupado el trono de la raza de la luna.
Después de decir esto Ganga desapareció ante sus ojos. Santanu permaneció durante horas rememorando aquellos momentos lleno de dolor. Y después de algún tiempo emprendió camino de regreso a su casa con una expresión de resignación, pues sabía que era únicamente la soledad lo que le estaba esperando.