97.

Cuando Lepo Corada y Ambrosio Leda retoman la ruta del Coto para volver a la Calle Contenedores, sin que ninguno de los dos muestre una inclinación decidida que no sea la que la niebla desliza para borrar sus pisadas, sienten al tiempo el mismo escalofrío y una percusión reumática en el glúteo derecho.

Ambrosio queda rezagado. La inflamación suele reactivarse con la humedad y hay noches en que la articulación irradia un hervor que llega a hacerse candente, de tal modo que el movimiento resulta penoso y hay que arrastrar la pierna como un madero.

Lepo vuelve a estremecerse mientras escupe la colilla con una maldición. Es el mismo hervor muscular, y cuando se vuelve hacia Ambrosio, que viene renqueante, no puede contener la inquina que le produce su compañía, como si el reuma, que padece desde hace años como una enfermedad contenida en el sigilo de su vergüenza, encontrara un culpable de su contagio.

—Esa pata, Leda. Ese remo averiado. No se puede ir por la vida como si los demás no peligráramos. Te rascas. Tienes urticaria, cualquier día tubérculos y anestesias. Eres un peligro para la humanidad.

—La dolencia no discrimina… —acierta a decir Ambrosio, que se lleva la mano derecha al glúteo, sabiendo que lo más parecido a una corriente eléctrica es lo que restallará a lo largo de la pierna.

Lepo se detiene, quiere sentarse y estirar la pierna buscando un alivio.

—Yo estoy sano, joder. Yo no tengo las precariedades higiénicas que maltratan al organismo. Me ducho una vez a la semana y gasto lo que puedo en productos homeopáticos. Son las malas compañías las que acarrean los riesgos de las infecciones. Hay que avisar, Leda, no es de recibo que vengas de la selva como la fiera contaminada.

Lepo consigue recostarse en el suelo.

—Hostia, hostia… —se queja, sin que las manos temblorosas logren sujetar la pierna—. Un ataque en toda regla, los músculos y los nervios hechos papilla.

Ambrosio está a su lado.

—No es un padecimiento que se contagie, es el mal de la niebla, la humedad que nos agarró en el huerto. En el Bosque me cuido con el mismo comedimiento. No tengo ducha pero el arroyo es la mejor bañera.

El dolor los iguala y las piernas se estiran y se recogen con parecido movimiento, como si la irradiación muscular hiciese el mismo recorrido en ambos casos.

—Además del reuma, el enfriamiento… —dice Lepo, que comienza a estornudar y aprieta la pierna para evitar que el estornudo incida en los músculos de la extremidad, queriendo ahorrarse lo que más se parece a un estallido.

Ambrosio se recuesta. Tiene la experiencia de que debe buscar una postura adecuada y aguantar sin moverse.

—Esta situación —dice Lepo Corada, con la voz tan contrariada como sufriente— no hay que contársela a nadie. Yo no soy dueño de una pata jerela, yo soy un hombre que mantiene sin tacha la dignidad de su erección, y lo digo en todos los sentidos de la palabra. Si tú estás jodido, es tu problema, Leda. No te creas que no he pensado más de una vez que en el puto saco llevas los virus y los bacilos y por eso no quieres enseñárselo a nadie. Me ven de esta guisa en el periódico y soy el hazmerreír de la Redacción.

La niebla abate el dolor paralelo y el lamento con que un cuerpo vencido busca la culpabilidad de su dolencia. Los cuerpos no abundan en la resignación de los espíritus, y con frecuencia un dolor de muelas traumatiza mucho más que una contrariedad moral.

La niebla de Balma no es ajena a la enfermiza pulsión que en las calles y en los predios esparce un sentimiento de decrepitud que con frecuencia está teñido por el color de la pestilencia.

Poco a poco es la intoxicación de la propia niebla la que viene a paliar el sufrimiento, como cuando en la desesperación de la carne la pócima apacigua lo que ceden los nervios a la serenidad de las venas.

Lepo Corada se incorpora, mientras Ambrosio Leda parece haberse adormecido.

Es Lepo quien primero distingue al hombre que viene entre la niebla como una aparición que apenas resalta en la realidad de la mirada que lo descubre, y en la inmediata conciencia de que en su voz hay una autoridad tan resolutiva como conminatoria.

—Sois el binomio, no cabe duda —dice el hombre, que además alza en las manos un objeto no menos amenazador—. Dos que se conchabaron en el mismo delito. Si las ideologías no coinciden es mejor, porque así salen más exactas las cuentas. Los brazos en alto y ningún movimiento sospechoso. La carabina tiene munición para media docena por lo menos, y no voy a andarme por las ramas a la hora de pegarle un tiro al que no obedezca. También quiero que quede claro que no admito la más mínima broma por el hecho de llevar una patilla más larga que la otra.

La soledad de los perdidos
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