41.

La niebla no diluye el cemento y en la imaginación de Ambrosio la superficie soterrada y vacía del Bloque semeja lo que sueña cuando está a punto de congelarse.

En las noches en que la intemperie le astilla los huesos, cuando el chamizo parece desarbolado entre el hielo y el vendaval, la carne del dormido también se rompe como la madera seca, y hay un momento en que la congelación destella con el aviso de la necrosis, como si en el peligro del sueño una raya de luz helada diese la alerta necesaria.

La hoguera se consumió sin sentirlo, las brasas dejaron de crepitar, un despertar violento mantiene en los ojos de Ambrosio, que debe reaccionar de inmediato para recuperar la temperatura que lo salve, la superficie lóbrega de una estepa de cemento.

—No hay ceremonia… —informa Ceno, que le ajustó la corbata y volvió a repasarle las solapas de la chaqueta, mientras lo lleva del brazo por el subterráneo—. Viene Pereda, el pasante de don Cosme, y Balto que es el apoderado de Calixto. A Egira la trae su tía Benilde y los testigos están apalabrados como tú. A la pobre Egira había que darle un aliciente pero sin que se engañe, la pompa no viene a cuento.

Hay una mesa y tres sillas de tijera frente a ella. El que acaba de encender las cuatro velas viste un chaqué apretado y juega con la cadena del reloj de bolsillo enroscándola en el dedo índice.

—Llegáis los primeros.

—No hay novio que no apriete el paso. Los nervios son propios del contrayente.

Balto Peña observa a Ambrosio. Es un hombre alto y desgarbado a quien el chaqué sujeta para envararlo y que no se desparrame.

—Te pareces… —dice alzando una vela—. No cabe la menor duda de que tienes igual porte y la misma nariz. Un año arriba o abajo. No sé si las malas pulgas de Calixto o la desgana al enseñar la oreja. Lo que llevaba detrás cuando tuvo que cruzar el charco era un reguero de pólvora. El pobre Calixto siempre anduvo apurado.

—Ambrosio vive en la inopia. La vida muelle de quien no tiene responsabilidades. Para los tiempos que corren, no hay mejor plan que pasar inadvertido.

—Con que mantengas el tipo ya nos vale. Se trata de una deferencia con la novia. No vas a hacer las veces del ausente, pero mejor alguien que no le recuerde la pena de la privación. ¿Alguna vez te casaste?…

Ambrosio asiente.

—Pues poco más se te puede decir. En estos esponsales no hay miel que valga, aquí el novio está en Pernambuco y la novia clama en el desierto. La verdad es que, si uno lo piensa un poco, es lo que luego pasa en muchos matrimonios, y te juro que el mío no es de los peores. La distancia sentimental es, a veces, más grande que la geográfica. No diría yo que en Pernambuco, pero más allá del Alto de Sillera, seguro. Un buen marido no puede estar siempre atizando el fuego del hogar, conviene de cuando en cuando echarlo en falta.

Ambrosio se sienta en una de las sillas, deja el saco en el suelo. Ceno Maceda está a su espalda.

Egira y su tía Benilde parecen la misma mujer. Comparten los años y el luto apenas aliviado por un pañuelo malva, y llegan con el mismo paso, sin que ninguna de las dos se atreva a mirar a Ambrosio, a cuyo lado se sientan por indicación de Balto.

Son dos mujeres de paralela estatura y en ambas la edad lucha por congraciarse, como si la sobrina quisiera superar la de la tía, y la tía no hiciese demasiada resistencia para consentirlo. Los años acomodan también los rasgos y la mirada, y apenas las distingue la ceniza en el pelo de la tía y un bucle en el de la sobrina que parece la huella de lo que perdió en la juventud, acaso el último indicio de una espera que se hizo demasiado larga.

Lo que Pereda, el pasante, lee en seguida, situado tras la mesa y con Balto Peña cruzado de brazos y moviendo los hombros como si las sisas del chaqué se contrajesen, se pierde en la voz que suena tan secreta como atribulada. Pereda es uno de esos seres humanos que tienen entregada la existencia a la burocracia y que no distinguen otra cosa que el orden racional en la gestión de los asuntos.

El poder notarial debe de tener la caligrafía costosa que corresponde a la lejanía de un contrayente cuya identidad se detalla en algunos datos, y el pasante Pereda alza en un momento la vista del escrito, que descifra penosamente, y mira sin venir a cuento a Ambrosio, que se remueve inquieto en la silla, y a Egira, que está sollozando desde que se sentó.

Los testigos desfilan con la misma celeridad con que aparecieron. Da la impresión de que firman sin saber lo que hacen, como si tuviesen comprometida una promesa obligatoria.

—No he tenido noticia de ninguna boda en que hubiese una redada… —dice Balto, cuando Pereda recoge el documento con mucho nerviosismo y dispuesto a salir corriendo—. Ya sería el colmo que detuviesen a quienes no hacen otra cosa que jurar amor eterno.

—Don Cosme se aviene mal a estos actos, son más comprometidos que las compraventas y los fideicomisos. Yo no las tengo todas conmigo, cualquiera sabe lo que Calixto Barrena Espino habrá hecho con su vida —advierte Pereda, para quien sin duda el temor y la tribulación conmocionan el orden burocrático y hacen que su conciencia profesional se resienta.

Los sollozos de Egira dieron rienda suelta a las lágrimas. Su tía Benilde se la llevaba abrazada.

Ambrosio se pone de pie, retoma el saco.

—Te casaste… —le dice Ceno jocoso, dándole una palmada en la espalda.

—A esa novia la engañan desde el más allá… —dice Ambrosio.

—No pienses cosas raras —le pide Balto Peña—. En el más allá de Pernambuco hay un novio dolido que ahora es un esposo convaleciente. El poder notarial puede estar falsificado, se corre demasiado riesgo cuando por cualquier causa se levanta la liebre, pero esa mujer llorosa se va reconfortada. Calixto es primo nuestro, de Ceno y mío, y Egira fue toda la vida la novia doliente de un tarambana. ¿Tú sabes lo que mejor mata la inclinación de un insensato?…

Ambrosio no contesta.

—La ideología… —dice Balto Peña—. Te afilias con los que llevan las de perder, cuando ya te avisaron de que estaban perdidos, y con el rabo entre las patas te vas pitando en el primer barco que zarpa de Vigo.

Balto apaga las velas. La oscuridad rezuma en el cemento y en la imaginación de Ambrosio. No le es posible contener un escalofrío.

—Los que hicieron estos Bloques en el Firmamento no eran de Balma.

—Vinieron en un platillo volante —dice Balto—. Y no los construyeron, los plantaron como si fueran hongos. En el Firmamento comenzó la diáspora cuando la gente los vio una mañana, luego vino la Contienda.

La soledad de los perdidos
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