88.
El que duerme ve la película que quiere y, sin que el sustento borroso de las cataratas de Ambrosio se acomode a la acción con la suficiente nitidez como para seguirla, no deja de entrever lo que el sargento y el cabo hacen en la jaima donde sujetan al jeque que parece más sorprendido que dispuesto a resistirse. Lo sacan de la jaima cogido de los brazos, uno a cada lado, y la única duda es si se trata de una jaima o de un iglú, si es un jeque o un esquimal y, a fin de cuentas, si son dos suboficiales de la Legión Extranjera o de la Policía Montada del Canadá.
—Ni se te ocurra rechistar… —dice el cabo, que primero puso la mano en el hombro de Ambrosio y después ayudó a alzarlo por el codo, mientras el sargento hacía lo mismo y entre ambos lo sacaban de la butaca y lo llevaban por el pasillo, sin que el jeque o el esquimal hubieran abierto la boca.
La oscuridad de la sala del Cine Profundidades está menos contaminada en el vestíbulo, donde la noche no es tan espesa tras la cristalera que filtra la niebla entre las roturas, como si las imágenes de la pantalla aspirasen el vaho de una realidad que se les escapa por las calles de la Ciudad de Sombra.
Suben a Ambrosio por las escaleras, prácticamente en volandas. El anfiteatro del Profundidades está medio derruido, no se usa desde la misma Contienda, cuando las sesiones concluían con la amenaza de los bombardeos o algún peligroso desprendimiento del artesonado.
Cuando los dos hombres meten a Ambrosio en la cabina, el que atiende el proyector sale presuroso. La cinta de celuloide salta entre los chasquidos de una tracción dificultosa que puede romperla en cualquier momento. La acción de la película está llena de sobresaltos, y Ambrosio presiente que si la cinta se rompe el riesgo será mayor para él, ya que la trama de la pantalla tiene, a pesar de todo, una atadura de beneficiosa fantasía.
También la cabina está oscura, aunque no es difícil apreciar los desordenados amontonamientos de cajas metálicas, bobinas, frascos de acetona, botellas y ristras de celuloides desenrollados que parecen serpientes muertas.
—Saca la mercancía… —amenaza el hombre más impetuoso, que es también el más corpulento—, porque te has caído con todo el equipaje. Llevabas mucho tiempo trabajando en la película como un traficante de baratijas, el último mono en cualquier mercadillo argelino.
Ambrosio muestra primero las tres ampollas que palpa con la mano temblorosa. El otro hombre le da una bofetada.
—Todas —le requiere—. Los alijos del Cojo son el mayor acicate de la morfinomanía. Éste es un negocio que tiene los paralelos componentes del vicio y el sufrimiento, y en parecida comparación el Cojo es un delincuente y un sanitario, pero a nosotros lo que nos interesa es que no se dañe más de lo debido la salud pública. Vamos, afloja, que tenemos prisa.
Ambrosio muestra las seis ampollas, ahora en la misma mano y con el temblor recrudecido de los dedos que apenas las sujetan.
—¿Jeringuillas?… —inquiere el hombre corpulento, tomando las ampollas de la mano de Ambrosio, observándolas un instante y guardándolas en el bolso de la gabardina.
—No se expenden… —dice Ambrosio con la dificultad de quien sabe que la voz no le llega al cuello de la camisa.
El otro hombre lo coge por las solapas y lo zarandea.
—Te vas a quedar aquí un buen rato, viendo la película del moro y el oso polar. Si te reclaman los clientes les dices que cerraste el establecimiento. Ahora el tráfico cambió de dirección, no se puede estar todo el rato con el mismo tratamiento. La serpiente que pica en la vena quiere cambiar de dueño y de circo.
Las bofetadas que rubrican las palabras del hombre hacen tambalear a Ambrosio, cuyo pie derecho se enreda en las ristras de celuloide tiradas por el suelo.
Los hombres se van. En la cabeza de Ambrosio retumba el grito del jeque que cabalga por el desierto perseguido por la Policía Montada del Canadá, mientras la cinta del proyector se rompe y hay un fogonazo que llena la cabina del olor a quemado de la pólvora, del algodón y el alcanfor.