34.

—Otro modo de sufrir, una relación indirecta entre el corazón y la mente. Lo que pensaba me llevaba muy lejos, lo que sentía me acercaba a la luz que iba a delatarme.

—No tengo nada en los bolsillos, tampoco encuentro nada que pueda recordar.

—Es un suplicio escucharos. La mayor desgracia de todas no es haber llegado hasta aquí, sino haberlo hecho con vosotros. La paz que uno quiere, cuando ya el espíritu está averiado y del cuerpo no hay rastro, es la que la soledad proporciona. Solo y herido, quieto y callado. Sois igual de pesados que el agua que mana de esa fuente.

—No hay sed ni hambre.

—Una miga en la muela del juicio. Iba a escupir cuando me corté la lengua con el casquillo.

—De cualquier forma, y digas tú lo que digas, es otro modo de sufrir. La consecuencia de haber llegado aquí es la misma que la de haber saltado cuando dieron la orden y no volvimos la vista atrás. Yo corría más que ninguno.

—Nadie corrió lo suficiente.

—Algunos quedamos parados. No soy un ejemplo de nada, ni siquiera sabía lo que estaba sucediendo, no era capaz de moverme. En el tobillo del pie derecho tenía una rozadura que me estaba matando.

—Digo que el corazón se endurece y tiene un peso que no me obliga a reposar sino a cansarme. Estoy más abatido, las piernas no responden, las manos se abren y se cierran sin que haya nada en ellas. El corazón es un trozo de metralla.

—Respiro mal. Pude correr lo que los pulmones me permitieron. Había una cortina de humo. Respiraba la pólvora o el vapor congelado de aquella máquina que acababa de descarrilar.

—Le dais tantas vueltas que no podéis distinguir lo que sucede y lo que se recuerda. Un poco de paz, la calma de saber que todo terminó. ¿No vais a callar un rato?…

—La mente no da tregua. Estoy más inquieto que cuando esperaba la orden en la trinchera. Nunca entendí bien las órdenes de aquellos capitanes que siempre llevaban ladeada la gorra de plato y perseguían con la fusta a las moscas en los cristales de las ventanas.

—Cuando ya estás agotado, caes en el barro, te aplasta el macuto, la cantimplora revienta y no logras escuchar tu nombre cuando pasan revista.

—La herida duele porque hierve la carne. En las venas pudo estallar una granada que esparce las esquirlas como cristales. La sangre mana entre el hervor y los cristales diseminados. Lo que siento no se compadece con lo que debiera pensar. Una vez estuve dando vueltas con el macuto lleno de piedras. Iba a vaciarlo y tuve miedo de que las piedras fuesen granadas con la espoleta suelta.

—Podemos contar hasta tres y dejar que el agua de la fuente en vez de atormentarnos nos sosiegue. La rozadura del tobillo sigue siendo la mayor molestia. Tiré las botas lo más lejos que pude, me quité los calcetines, estaba cojo.

—Hay cierta angustia aquí dentro. El peso específico de lo que una víscera reclama. Las moscas en los cristales. Esa cantimplora abollada. Cuento hasta tres y me viene a los oídos el rumor de la lona en el viento, la tienda de campaña que era finalmente como una bandera hecha de cuatro trapos. Todavía quedaba alguien para escurrir la última escudilla del rancho.

—Cualquier herida vale.

—No nos menosprecies. La soledad es peor que una mala compañía. No nos digas que callemos. Ahora que ya nadie puede escucharnos es cuando más se necesita hablar.

—Sólo pido un poco de respeto.

—Cuatro trapos.

—La fusta le partió la cabeza a la última mosca. Era el más valiente de aquellos capitanes.

La soledad de los perdidos
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