80.
La botella de aguardiente se va vaciando, y cuando Ambrosio quiere darse cuenta tiene en la cabeza un ruido que no se parece en nada al de los amotinados en la Verja, donde algunos gritos se emparentan con los vidrios rotos.
—Sulfatos —repite el hombre—. Un material muy agropecuario y de mucha demanda provincial, pero el negocio se fue a pique por lo que acabo de confesarles, la traición de quienes pisaron la confianza por el capricho de una pasión incestuosa. La lujuria, ya lo saben ustedes, tiene esa aspereza de la maldad cuando se pierde el respeto debido. La lujuria es un vicio. Una esposa lasciva, un hermano lúbrico y, al fin, la deshonestidad que echa a perder un negocio honorable, y muy rentable, dicho sea de paso.
El ruido concita el mareo. Es un ruido sordo, que puede rememorar el que en muchos atardeceres se esparce entre los árboles de Alcidia, como si la vegetación crujiera igual que los muebles viejos. Las retamas también lo esparcen y en las lindes del Bosque se pierden los ecos de las verdascas rotas que tiemblan en los oídos de Ambrosio, siempre temeroso de que alguna alimaña se acerque al chamizo.
—Ésta es la llave de Comandante Artesa —dice el hombre, dándosela a Carpo—. El cuarenta y dos queda aquí cerca, donde la Peletería Polar. El principal tiene sólo una puerta, no hay otra mano. El trato empieza con esa encomienda, quiero saber a ciencia cierta la eficacia del ácido sulfúrico. La fumigación no es una venganza, se lo juro. Sencillamente he querido ser fiel a esta empresa agraria, a la química y a la sal mineral que tantos beneficios me produjo. Yo no soy el envenenador de Castillejo, ni me siento capaz de matar a un pardal con una escopeta de aire comprimido. Tampoco se trata del honor. Voy a sulfatar mi vida con la misma predisposición. Me voy voluntariamente al otro barrio. Pero ésa es la segunda parte del trato. Para ésa los emplazo, una vez que ustedes hayan hecho las comprobaciones pertinentes, el cómputo de los cadáveres.
Ambrosio siente los efluvios del aguardiente como una emanación que nubla ligeramente la cabeza, cuando los ruidos parecen ceder, aunque en la Verja no acaban de estallar los vasos y las botellas.
—¿Su amigo se entera de la tostada?… —quiere saber el hombre, que en ningún momento dejó de estar a la espalda de Ambrosio.
Carpo asiente.
—Es el socio que necesito, no se preocupe. La discreción está garantizada y en el precio convenido va a tener lo que merece. Yo no me valgo en Balma con la pericia con que él lo hace. Estoy acostumbrado a otras urbes de más postín y tamaño. Las horas siempre las contabilicé por el Meridiano de Greenwich y en cuestiones de capitalismo soy cosmopolita.
—Me gusta la gente así, que no se anda con chiquitas, y tampoco me importa que el que quiera eche una cana al aire, pero la formalidad en los negocios y la fidelidad conyugal son sagradas. No me puse a sulfatar por cuestiones profesionales, la plaga podía envilecerme pero no me cegaba. He vendido también muchos nitratos.
—Yo vendí el alma, ya ve qué contingencia. La mala suerte elaboró el destino de la mala vida. Tengo estudios y mala voluntad. La inclinación de quien estuvo en la calle desde que dejó de mamar.
El hombre se pone de pie. Ambrosio puede adivinar un rostro en la oscuridad estrepitosa de la Verja, pero es incapaz de determinar los perfiles y el matiz de los ojos, que también deben de tener la humedad del aguardiente.
—En dos horas —dice el hombre—. La Puerta de la Santa Espita, la más pequeña del ábside de la Colegiata. No sé si aquí el amigo tendrá la fuerza necesaria. Habrá una barra preparada, de esa menudencia ya me encargué. Se trata del sepulcro más elegante, no lo hay igual en el catálogo del patrimonio artístico, puestos a elegir no me resigné a andarme por las ramas. Es el del Rey Dolido.
—No lo dude —asegura Carpo—. Entre los dos nos valemos y nos sobramos. No es el primer trabajo de peso que nos cae encima.
—En Comandante Artesa, mucho ojo y nada más. La mera comprobación. Yo no quiero irme al otro barrio sin saber que están definitivamente tiesos.
—¿Es que lo duda?…
—Hay ácidos que los proveedores facilitan en malas condiciones. La química no siempre es de fiar.