50.

En los ojos de Ambrosio la niebla cristaliza y la sensación de que el vidrio estalla con un golpe es la misma que cuando algunas mañanas los párpados se resisten y la arenilla rasga las pupilas.

Puede ser el Lavadero, cuando el segundo Bloque quedó a un lado, o la Espita, que tiene las mismas emanaciones del agua de la fuente subterránea que inunda el empedrado y se vierte hacia las paredes de un tendejón que perdió el techo.

—Balma no la conoce —dijo el niño malo— y sin embargo corre por ella como si la supiera. Este barrio lo tengo yo tan pateado como el tránsito de la Inclusa. Todo son tretas y engaños; lo que pudiera mirar desde la Vela del Descarriado era lo mismo que recordaba de las raterías y los desaguisados cuando volvieron a echarle el guante. Ya le dijo que había que bajar al Lavadero y la Espita para ir lo más lejos posible, señal de que sabe por dónde anda. Este Carpo no da una puntada en vano.

Carpo Expósito está en el suelo y sujeta la tos con los brazos apretados al pecho, mientras Ambrosio intenta mantener el equilibrio tras el golpe recibido en la espalda y, al fin, cae al pie de Carpo, arrodillado y dolorido.

—El pinche y el compinche —dice la voz que retumba con la amenaza y el reconocimiento.

—Dos que se manejan igual que el furriel y el cabo. La ordenanza los convirtió en patas del mismo banco, y el perista apenas se distingue del caco. ¿Adónde querías llegar, de dónde venías con tanta prisa?…

Un hombre que viste un tabardo y una boina coge a Carpo por el cuello y lo levanta, al tiempo que le da una bofetada. La tos se detiene. El cuerpo de Carpo se arruga como un trapo y parece una pluma cuando el hombre lo pone de pie y le golpea el estómago.

—Era una trampa —musita Carpo cuando logra balbucear las primeras palabras.

Ambrosio recibe una patada en el pecho. El otro hombre viste una trinchera atada con un cinturón y también lleva boina. Los dos tienen los ojos inyectados de la misma indignación.

—Lo que hayas traficado lo vamos a saldar sin que rechistes —le dice a Ambrosio, pisándole con la bota.

Carpo vacía los bolsillos de la chaqueta y del pantalón. Con las cucharillas de plata caen dos ceniceros y tres cuchillos de postre.

—No era lo convenido.

—Se trataba de una trampa —repite cuando el hombre del tabardo lo suelta y Carpo cae, sujetando de nuevo el pecho y la tos.

—¿Una trampa de quién?… Lo que hubiera en el piso lo sabía el sobrino de la finada, nadie más. Y ese pájaro daba el soplo y pagaba dando cuenta de ello. No le quedaba más remedio. ¿Qué trampa ni qué ocho cuartos?…

Ambrosio tiene el saco muy cerca de la mano derecha. El hombre de la trinchera se la pisa.

—Aquí el perista también guarda la munición —dice despectivo—. Vamos, vacía el saco, que no te remuerda la conciencia.

Caen las cucharillas de plata que le dio Carpo.

—Te advertí —musita el niño malo al oído de Ambrosio—. Un ladrón garantiza el peor acompañamiento, estás en las peores manos.

El hombre de la trinchera recoge las cucharillas.

—Yo hice lo que tenía que hacer —dice Carpo, ahora más compungido que asustado—. Subí al piso a la hora convenida. La cubertería estaba donde me dijeron, no moví otra cosa. Luego, cuando volvía escaleras abajo, me pusieron la zancadilla. El susto fue mayor que el daño pero no menor que la pesadumbre de verme allí tirado, como si el que me esperaba se quisiera burlar de un pobre cantamañanas. Reconozco que no paso por el mejor momento y ando menos fino de lo que debiera, pero la salud no se calcula, se disfruta o se echa en falta. En esa casa hay adulterios, no me cabe la menor duda, y el pringado es el que sin querer levanta la liebre.

El hombre del tabardo le da otra bofetada.

—Era una herencia. La trampa no consistía en otra cosa que en disminuir la masa hereditaria que el sobrino calavera proponía, así de fácil. Lo que vuela no se contabiliza, y el ajuar pesa menos que la plata. Ya es el colmo pensar que era el sobrino quien pondría la zancadilla, pero puestos a repartir leña no hay que conformarse. De todas formas, vamos a buscarlo para ponerlo en su sitio.

—Éstos picaron —murmura el niño malo al oído de Ambrosio—. Cualquier treta es posible. Un quiste no es ninguna vanagloria, una esquirla es siempre el resultado de la explosión. Me quedo corto cuando digo lo que pienso de este desgraciado.

Los hombres se reparten el escueto botín.

—En cualquier caso —dice uno de ellos—, la noche no acaba antes de tiempo, y las notarías sólo cierran los festivos.

—Me tiraron por las escaleras —musita Carpo, que logra esquivar la última bofetada.

—¿Y aquí, el perista?… —inquiere el de la trinchera.

—Tiene el porte de un novio huido —dice jocoso el del tabardo—. Lo que cobra lo cobra en letras de cambio. Es un financiero, sólo hay que verlo.

Ambrosio recoge el saco.

—Menos da una piedra —dice el hombre del tabardo, que se dispone a encender un pitillo.

—Lo comido por lo servido —confirma el otro.

La soledad de los perdidos
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