175.

Hay un deslinde entre los edificios que se diseminan en los alrededores del Temblor, la señal que los aparta como si indicara que conviene evitar un contagio, y es en esa reserva urbana donde los pasadizos de la Ciudad de Sombra son como incrustaciones entre las calles.

Algunas noches Ambrosio Leda se acerca para procurarse un último reposo, cuando hubo suerte y llenó el saco o, al menos, logró mediarlo, o cuando no colmó ninguna expectativa, y todavía apura ese recurso del merecido descanso, pensando que la noche está completa pero que antes de rematarla alguien puede procurar la última provisión.

—De este modo —dice algunas veces, cuando encuentra una compañía con la paralela suerte que tanto se parece a la paralela desgracia que, en la noche de la Ciudad de Sombra, se reparte de modo igualitario— se ajusta mejor la resignación con la expectativa, y el alivio se valora como el don de los caminantes que encuentran la posada a la vuelta de la esquina.

Unas noches, cuando ya la predicción de la mañana se percibe en la brisa que levanta la niebla con un esfuerzo denodado, como si la niebla hubiese fraguado con la compacta determinación de hacer un muro de humedad, Ambrosio llega al Barandales, que es un túnel minero donde los que beben se ordenan en las filas de las largas mesas, entrecruzadas las botellas con las jarras y los candiles. Otras noches, con igual niebla que la que ahora se derrama como si al fin se desprendiera de la bóveda que la tensaba y, al caer, esparciese los jirones del telón roto, Ambrosio llega al Galimatías, que es un almacén de coloniales donde los que beben aspiran la acritud de los ultramarinos, y los menos versados confunden las arpilleras de las legumbres con las raspas del bacalao.

—Dos negocios tan distintos y tan semejantes… —dicen los clientes que, como Ambrosio Leda, los frecuentan sin reparar demasiado en cuál de los dos entran, sabiendo que el reposo se obtiene con la misma complicidad, y que jamás en uno u otro hubo un sobresalto en esas horas finales de la noche, como si los establecimientos contaran con la bula que los dispensa igual que a los recintos sagrados.

—Dos negocios que, además, no tienen dueño. En la herencia de ambos hubo las mismas defunciones de los herederos, cuando la masa hereditaria se repartía entre igual número de primos hermanos, y las muertes dejaron liberado el patrimonio, como un pecio que flotaba en el naufragio de los propietarios desaparecidos, y sin que ya quedara nadie que tuviera derecho o intención de recogerlo.

—Ni dueño ni entidad… —asegura el cliente más viejo, el que más tiempo lleva aprovechándose de esa circunstancia que transformó el comercio en una dádiva, mientras en el túnel minero reluce al fondo la veta del carbón, y en el almacén de coloniales los géneros y los comestibles se mantienen intactos, en el orden primitivo en que arribaron de ultramar.

Ambrosio llega al Barandales y no necesita abrir la puerta. Ésta es una noche en que la puerta permanece entornada, como si la concurrencia, que ocupa la mayoría de las mesas en la longitud que ampara el techo entibado, tuviese el recelo de un derrumbe o la prevención del grisú que precipitara el desalojo.

—No pensaba volver a verte —le dice Lepo Corada, que está sentado en el límite de un banco, muy cerca de la entrada—, pero sabía que ibas a venir.

Le hace sitio a su lado. Ambrosio apenas duda un momento, el tiempo que Lepo invierte en llenarle un vaso de la botella que tiene más a mano.

—En el Coto nos dieron un susto —recuerda Lepo Corada— y no eres la mejor compañía para verse metido en esos desmanes, aunque sé de sobra que no vas a contarlo. Ya te dije que si se enteran en la Redacción me levantan un falso testimonio.

—La noche, según pasa, menos la recuerdo… —reconoce Ambrosio, que no puede evitar la ansiedad al llevarse el vaso a la boca.

—Mejor que mejor. Aquel chiflado del Coto es de los que todavía desfilan con el arma al hombro. Te pegan un tiro por la espalda y vuelven a mirar los luceros. Los hay que se rascan la entrepierna con la boca del cañón. Yo la noche no quiero olvidarla porque luego la mañana está hueca. En el periodismo agrario las noticias andan esquilmadas, y no existe gacetilla que no tenga su tributo.

Lepo vuelve a llenarle el vaso a Ambrosio.

—Tienes mi saco… —asegura Ambrosio, antes de beber—. Te lo quedaste.

—Lo compré, y no te creas que me salió barato. Ese muchacho que anda contigo no regala nada. Esta suerte tuviste; si no lo hubiera comprado yo, a lo mejor no habrías vuelto a verlo.

La soledad de los perdidos
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