24.

No hay nada en el sagrario.

Ambrosio ni siquiera tiene que accionar la llave, la puerta está entornada. Palpa con avidez el interior vacío.

—Esa cueva del Cristo sacramentado —dijo un día el Cojo, cuando le pagaba a Ambrosio y el humo del Galimatías se mezclaba en sus ojos con los efluvios del alcohol— es la del tesoro pesaroso y culpable.

El tesoro ha desaparecido. El pesar de Ambrosio no deriva en la culpabilidad sino en el miedo. No es capaz de asimilar la sorpresa. Cierra la puerta del sagrario, vuelve a abrirla, rebusca ansioso, desconfiando de la mano que tiembla frustrada.

—Cualquier sospecha, la más mínima advertencia —dijo el Cojo cuando concertaron el negocio— y pones pies en polvorosa. La garantía del trato es que podamos llamarnos andana en cualquier momento, y que nadie nos señale con el dedo. El saco me gusta, un pobre y un saco, el mismo san Picio con los huesos del perro perdiguero.

Ambrosio se vuelve, dispuesto a salir corriendo.

En ese instante la Iglesia del Escapulario tiene la resonancia del vacío como un eco obstruido, y en la atmósfera de humedad e incienso se percibe también la emanación de las cenizas entre los cascotes.

—La quemaron seis veces —escribió el gacetillero del Vespertino, cuando el Obispado decidió que a falta de dinero para reconstruirla era mejor desacralizarla—, y en todas ellas se mantuvo intacta la llama perfumada del pebetero.

Baja las escaleras del altar y apenas da tres pasos por la nave central, cuando la voz que lo detiene con la autoridad de una súplica le hace recelar y cerrar los ojos.

—Ahora no me lo va a negar —dice la mujer que afirmó llamarse Emilia Cema—. Disimularlo le será imposible. Venga conmigo, todavía queda medio confesionario en pie, junto a la hornacina de la santa desaparecida.

La mujer ya no lleva el velo en la cabeza, debió de perderlo. Ambrosio no es capaz de reaccionar, tarda un momento en ir tras ella y en seguida piensa para animarse que puede haber cogido el alijo.

El confesionario tiene intacto el asiento y un tablero lateral. El otro tablero y la compuerta están a un lado, convertidos en un montón de astillas.

Emilia Cema le indica que se siente y Ambrosio lo hace con la prevención de quien no controla lo que sucede. Sujeta con fuerza el saco entre las piernas. La mujer no es tan mayor como pudiera haber pensado, las canas del moño delatan acaso más descuido que edad.

Ella se retira a un lado y en seguida escucha su voz tras la celosía del tablero. Se ha arrodillado y acomoda la voz al silencio de la nave, como si pretendiera evitar la resonancia de las palabras, ajustar el secreto de lo que parece una confesión.

—No podía negarlo. Le vi ir al altar, abrir el sagrario, consumir con urgencia las sagradas formas antes de que fuera demasiado tarde. Esa misa parecía una pantomima, no valía para cumplir el precepto, pero usted puede administrar el sacramento de la penitencia, usted era el capellán antes de los fusilamientos.

—Soy un seglar —dice Ambrosio cohibido.

—Yo soy la mayor pecadora del mundo. Podría parecer una feligresa cualquiera, hasta una beata si fuera el caso y, sin embargo, tengo en la conciencia esos pecados que pesan como las piedras del río. La calumnia, la denuncia, la soberbia, el aborrecimiento. Los malos pensamientos, las peores acciones y, al fin, para rematar la faena y que nada falte, la lujuria. La absolución no la merezco pero acaso la misericordia pudiera aliviarme el alma.

En el silencio de la nave estalla un ruido, algo que se desgarra de alguna pared.

—¿Qué me dice?… —inquiere la mujer.

—¿Dónde podría encontrar lo que se llevaron?… —suspira Ambrosio, y al mover la cabeza choca con la celosía y asusta a la mujer.

—El mayor robo cometido en el Escapulario fue el de santa Colunga. La desaparición es un secuestro en toda regla. Yo le puedo decir, y que Dios me perdone, que tanto el ojo que le saltaron, aunque fuese de cristal, como la castidad en entredicho forman parte de la misma componenda. De lo que se llevaran, fuera quien fuese y si a usted le afecta, ella podría dar alguna razón.

—¿Usted me asegura que no vio a nadie en el altar, además del cura falsario y de mí mismo?…

—Yo tampoco soy de fiar, no quiero vanagloriarme, pero le juro que no. En el Escapulario hay murmullos y murmuraciones. Los feligreses que callaron cuando debían gritar, los fieles que encomendaban a Dios el alma que ya habían malvendido. Es cierto que algunas mañanas veo la mano de algún espíritu encendiendo una vela en el presbiterio, o escucho al Cristo del Desprendimiento bostezar o espurrirse.

—Alguien que cogió algo del sagrario.

—Usted mismo consumiendo las sagradas formas antes de que fuera demasiado tarde.

La soledad de los perdidos
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