170.
Viene el niño malo como un fantasma diminuto que se extravió en la niebla. Es el fantasma de un pensamiento o de una imaginación raquítica; la figuración de una infancia que no se resignó a ser digerida y logró que la adolescencia se acobardara para asumirla y la juventud ya no fuese capaz de hacerla desaparecer.
—Es el resultado de no haber tomado cartas en el asunto cuando se debía hacerlo, y poner disciplina donde impera el capricho —decía Carpo Expósito—. Estos críos se defienden como bichos patas arriba y, cuando ganan la batalla, se te suben a la barba. Son una carga y un sufrimiento.
El niño malo le da la mano a Ambrosio Leda, que mantiene el paso acelerado, convencido de que lo que queda de la noche es el resto de algunos acontecimientos de los que debe huir, ya que en la línea de un amanecer precavido puede encontrar la coartada que le haga volver como siempre, desapercibido en el tramo de los últimos pasadizos, sin la voluntad urbana alterada.
—Tiene usted fría la mano —le dice el niño malo—. De la mía no se fíe, igual se hiela que se quema, nunca me sirvió para otra cosa que para pillar lo que los demás tiraban.
—No sabes lo que te agradecería que no me molestases.
—¿Anda usted apurado?…
—Voy a lo mío, y no necesito compañía.
Ambrosio intenta desprenderse de la mano del niño malo, pero no lo consigue.
—No me deje, se lo ruego —suplica el niño—. La infancia no es lo que se cree, el que más y el que menos la recuerda deformada, para bien o para mal. No hay otra edad que se invente tanto.
—No me importa, yo la hice desaparecer por completo en su momento. En mi caso no hubo un niño dando la tabarra, ése es un asunto de Carpo y tuyo, y voy a decirte una cosa: no hay quien lo entienda. Ese desgraciado podía tener la solitaria, un parásito en el intestino, y le traería más a cuenta que llevarte a ti como una rémora.
El niño malo se suelta.
—No me lleva, ni siquiera me tiene —dice molesto—. Soy yo el que lo aguanta y lo padece. La infancia se queda corta, no dura lo que merece y, en mi caso, me esforcé para que no acabara. Ese pobre desgraciado me echó el cuarto a espadas no ya para librarse de mí, para hacerme desaparecer, o matarme si llegara el caso, sino para que no lo cambiara y le hiciera mejor persona. Me hice malo porque no hubo manera de que él fuese bueno. Se la tengo jurada, es verdad.
—Ni entro ni salgo —dice Ambrosio—. Los pleitos ajenos sólo me traen complicaciones, con los míos tengo de sobra. Nunca pensé que un niño, malo o bueno, interviniera en la voluntad y en la conciencia de un adulto, por mucho que el adulto fuese un tarambana y tuviese la vida echada a perder.
—Es que no es como usted lo cuenta. Yo recabo lo mío, me niego a que me quiten lo que me pertenece y a no ser como me da la gana. El niño ya no tiene otra edad que la de las piedras que fue tirando por el camino para no perderse. Esa edad también es una carga y un sufrimiento, no voy a decir que no, pero me niego a recoger las piedras y a volver a guardarlas en el bolsillo.
Ambrosio Leda siente que el niño malo está menguando, como si la condición de fantasma diminuto se hiciese más perentoria, o en el extravío de la niebla su figura encogiese abatida por la humedad.
—No sé lo que pintas tú solo —le dice—. No sé lo que te pasa, ya no soy capaz de darle vueltas a lo que cuentas y, si te soy sincero, estoy cansado de tanta cháchara. La noche me agota, tiene una trama que no da sosiego, todo el mundo habla demasiado. No puedes imaginarte el consuelo que supone el silencio del Bosque, no hay otro sitio en el mundo como Alcidia.
—Nunca estuve —dice el niño—. Yo soy un bicho urbano. Si alguien me lleva al campo, me asfixio. Las farolas son mucho más bonitas que los árboles.
—Piensa lo que te dé la gana, no voy a discutir. El cansancio nos hace más conformistas, y yo acepto cualquier cosa cuando me cuesta tanto moverme. Mira, allí tienes una farola, puedes sentarte en el bordillo, haces recuento de las piedras y descansas un rato.