47.

Viene un soplo inesperado y derriba a Ambrosio Leda sobre uno de los montones de escoria. La mente de Ambrosio no controla la esquina ni el vacío del saco alerta como la mano que se posa en el hombro. Es el soplo de una carrera, la velocidad del que tiene perdido el respeto a quien pueda interponerse en la huida.

—No haga otra cosa que seguirme —dice la voz tras el encontronazo—. Pierda el culo y no repare en nada. El riesgo es el mismo se trate de quien se trate.

Ambrosio se incorpora, la escoria petrificada le hizo daño en la espalda. Reacciona con torpeza y tarda unos segundos en comenzar a correr.

—Ni se le ocurra mirar hacia atrás —grita la voz, que en la velocidad arrastra un eco entrecortado y apremiante—. Si le dan el alto no baje la guardia.

Corre, da un traspié, está a punto de caer. La estela de quien le lleva la delantera se pierde en seguida y al cabo de un rato, sofocado, se detiene y se sienta en el suelo.

En el Barrio del Firmamento hay un vacío que no sólo responde a la emigración de los vecinos, sino al rebufo de la abducción que padecieron. El vacío contiene las expiraciones, lo que pudo ser la exhalación de un último suspiro, y dificulta la respiración de Ambrosio que se resiente de la precariedad pulmonar con la convulsión del silicótico.

Tarda en recuperarse, se pone de pie, intenta recobrar el sosiego del pecho comprimido. La niebla no ayuda y en la espalda ha podido sufrir el daño de alguna escama. Da unos pasos y en la oquedad que le hace sentir ese vacío como una abducción temerosa escucha el eco de un tintineo, la señal de lo que rebota en el suelo, acaso sobre la lava, como un brote metálico.

—La música de plata, querido amigo —dice la voz cercana del que corría y, al fin, se detuvo—. Lo más bonito que puede afanarse. Una cubertería que brillaba como las joyas. Coja la cucharilla, es suya. El regalo de un compinche que tiene la noche igual de comprometida.

Ambrosio no distingue a Carpo Expósito, no sabe a qué distancia se mantiene o si está escondido. La cucharilla de plata que acaba de tirarle llegó a sus pies tintineando como una escama inquieta.

Es la tos lo que demuestra la cercanía de Carpo. La tos que rompe como un torrente incontenible y que parece indicar la desazón del cuerpo doblegado, como si la altura del muchacho se partiese al medio y el niño malo que pervive como un quiste o una esquirla en su espíritu y en su cuerpo saliese huyendo asustado.

—No tiene porvenir —dice el niño malo, sin que Ambrosio detecte con exactitud la voz, mientras Carpo Expósito sigue tosiendo—. Está pocho, está jodido. Si usted viera los esputos le daba grima. Y más de una vez, cuando se sienta, se le pega el calzoncillo en la sangre. Yo no quiero ser el quiste de un desahuciado, prefiero quitarle la espoleta a la granada que traigo en el bolsillo y hacernos volar al tiempo.

La figura de Carpo emerge en la niebla del Firmamento, camina temblorosa hacia Ambrosio, y lo que Lepo Corada podría añadir a la leyenda del Barrio en su gacetilla es que unos pocos vecinos se libraron de la abducción y sobreviven como fantasmas entre la escoria.

—Y no son menos extraterrestres que los propios visitantes del más allá —escribiría el gacetillero, con la última copa derramada sobre el folio—. Los que perviven sin arrostrar el destino que hubieran debido asumir con sus paisanos, lo hacen sin razón ni estima. De una pervivencia desastrada y mugrienta se trata, de un existir sin resolución ni avío. La catadura fantasmal es la adecuada a esta deserción que propició la insolidaridad y el miedo. Ellos, los pocos que quedan, son los responsables de la verdadera ruina moral del Firmamento, vecinos sin padrón ni censo, espectros del último negociado.

La soledad de los perdidos
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