30.
Los tres primeros años del hombre escondido se sucedieron en la soledad y el anonimato.
El trance de la hibernación que se prolongó en la metamorfosis fue activando el desaliento y la enajenación; se trataba de una suerte de secuestro de sí mismo que debía recorrer en el tiempo esa vicisitud.
Lo que hacía Ambrosio Leda era un ejercicio espartano de aislamiento, que se correspondía con el propio esfuerzo del olvido.
El hombre no tenía pasado, nada quedaba de lo que en su vida hubiera sucedido hasta que subió al tren para desaparecer.
En el último tramo del correo que lo trajo a Balma, hacia el amanecer de aquel dieciséis de enero, la concentración mental de la huida era tan poderosa que podía enturbiar el cerebro, como si en la obsesión de un absoluto desarraigo se quemasen las neuronas y en la respiración se aventaran las últimas cenizas.
El hombre era una sombra imprecisa en la Ciudad de Sombra, y en los tres primeros años de su vecindad escondida esa imprecisión contribuía a su invisibilidad.
La supervivencia se amoldaba a las orillas de una travesía que la noche fue incrementando, ya que el rastreo y la busca exigían cada vez mayor dedicación; un largo tiempo en los extrarradios y los esquilmados basureros, una mirada en la alerta de quienes podían estar en parecidas circunstancias a la suya, lo que en las esquinas se insinuaba como un peligro, cuando en la conciencia del huido ya no quedaban restos de la identidad borrada.
—Es lo que necesita el que anda a dos velas, lo más importante de todo —le dijo uno de aquellos casuales acompañantes en los lejanos derroteros—. Si no tienes un papel que enseñar, no tienes nada que te justifique. Quien te echa el guante, es lo primero que pide.
Nadie se fijaba en él o, al menos, nadie tuvo la intención de requerirle. La sombra se adelgazaba como una línea que llegaba a diluirse. El hombre no tenía voz. Los ruidos creaban a su alrededor una resonancia que contribuía más a su defensa que a su alteración.
Luego, en la percepción de los murmullos de la Ciudad de Sombra, cuando ya era tan larga su existencia en ella y tan coincidente su secreto con los secretos de la misma, las voces anónimas resonaron en su cabeza: las palabras sueltas, las conversaciones que desvelaban lo que estaba oculto, aquello que podía escucharse como un eco de la desaparición y la muerte.
—Vete a los parapetos del Candado —le recomendó otro acompañante casual—. Entre el barro y la mugre siempre aparece lo que menos se espera.
El Candado tenía la longitud paralela a la cuerda de los Montes Murales. Los parapetos formaban una línea desequilibrada difícil de entender en la defensa o el ataque, como si hubieran sido construidos para dar improvisado cobijo a quienes bajaran de los Montes hacia el asedio de Balma o a quienes los subieron al ser perseguidos.
Fue en uno de aquellos agujeros donde el hombre encontró el documento que podría amparar su identidad. Escarbando en el terraplén llegó a sacar una manta podrida que contenía un envoltorio de cartones y periódicos, algunas cartas y otros papeles empapados de humedad. Entre ellos había una Cartilla en la que no era difícil distinguir el nombre y un primer apellido, las fechas de nacimiento razonablemente coincidentes con las suyas, un lugar de procedencia y, lo que resultaba un auténtico hallazgo, la fotografía amarillenta y ruinosa que sugería un rostro parecido, como si en el enterramiento existiera la intención de lo que puede resolverse entre la suerte y la desgracia.
—La suerte de que Ambrosio Leda —se dijo el hombre, leyendo el nombre en la Cartilla que le temblaba entre las manos— sea como yo, y pueda llamarme de ese modo. La suerte de que éste sea mi nuevo nombre.