86.

En el Cine Profundidades hay una niebla seca que envuelve la atmósfera de la sala sin que pueda vaticinarse si la derrama el foco de la luz de la proyección o emana de la propia pantalla, que es como una nube de cal con la superficie lisa y sujeta en la boca del escenario.

La niebla seca puede ser el polvo acumulado en los años en que el Cine amontona el abandono de los sueños y del viejo negocio familiar, que tuvo un tiempo de esplendor antes de la Contienda, cuando algunos actores famosos detenían por un instante la acción de la pantalla y susurraban en los oídos de los espectadores lo que ellos deseaban escuchar y que luego llenaría la noche de sus ensoñaciones, desvelos y deseos.

—Lo que ella me dijo como la promesa que jamás consentiría. Lo que después me cautivó, como si el placer tuviese igual temperatura en las sábanas que en la pantalla.

—Me ruborizaba y no podía soportar la punta del bigote en mi barbilla. Del mismo modo que me volvía loca cuando el bigote me rozaba el lóbulo derecho, que era el que más apreciaba.

En aquellos años el Cine Profundidades tenía la programación exquisita de la mejor distribuidora peninsular, y la familia Cancio, su propietaria, no sólo se hizo millonaria sino que era la más envidiada de Balma, ya que muchos de los actores departían con sus miembros en la sala de estar del domicilio aledaño al Cine.

—Y ella tiene el biselado de esos labios con que la ves en la pantalla, pero más al rojo vivo, como si la fruta estuviera fresca y no escarchada.

—Y él ni siquiera se quita el sombrero de copa cuando se sienta a tu lado, todavía cantando y con los ojos corriendo como locos por encima del aparador.

Fue Lepo Corada quien en su día escribió la gacetilla que rememoraba el esplendor del Cine Profundidades al describir el abandono actual, lo que la amenaza de una declaración de ruina, que no llegaba a cumplimentarse por la desidia municipal, suponía como herencia en la terrible desgracia que sobrevino a la familia propietaria.

—Tres hijas de Cancio Arbito, las tres pequeñas de las cinco que tenía, y las tres muertas en la fila doce de la platea, en la sesión de noche de un viernes cualquiera. Veían por quinta o sexta vez una de esas cintas en las que el tecnicolor embadurna los ojos hasta que la realidad se desangra, y el galán de turno tomaba el veneno de la traición hasta ponerse morado, mientras su amada estaba en la inopia. Afección cardíaca en los tres casos, un colapso percutido, y esos vanos enamoramientos de las cabezas huecas y el celuloide rancio. El galán, eso sí, había tomado el café en la sala de estar de los Cancio esa misma tarde.

Cuando Ambrosio se sienta en una de las pocas butacas que todavía subsisten en la fila doce recuerda lo que Lepo escribió en la gacetilla y lo que tanto le gusta repetir, siempre con la confesada intención de hacer un soneto en el que las tres chicas muertas obtengan en el estrambote una resurrección de estrellas del séptimo arte.

Ambrosio vuelve a repasar con el tacto de los dedos de la mano derecha las ampollas que mantiene en el bolsillo de la chaqueta, las separa entre los dedos, las recuenta; son seis y corresponden a los tres clientes que vendrán a por la mercancía en la butaca indicada del Cine Profundidades, según las previsiones que hasta el momento mantuvo el negocio del Cojo.

—Las previsiones son las mismas —dijo Carpo, antes de abrir el paquete y entregarle las seis ampollas—, no seas resentido ni temeroso. Yo no estoy conchabado con el Cojo, soy otro empleado como tú. Velamos por la seguridad del negocio, advertidos de que pudiera haber moros en la costa. Una vez que hayas hecho la entrega, ya me encargaré yo de pasar la receta a los clientes que, además, tienen que pagarla más cara porque el riesgo se duplica. El Cojo cobra el último y tú y yo repartimos lo que nos corresponde. Ahora además estoy intentando tirarme a la taquillera sin que el Cojo rechiste.

La soledad de los perdidos
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