152.

Lo que parece un sarpullido reumático es lo que más se asemeja al escozor de la rodilla derecha que algunas madrugadas, cuando Ambrosio se deja caer en el camastro del chamizo, muestra la misma supuración de las ulceraciones y las ganas irreprimibles de rascarse.

La pierna derecha se resiente y Ambrosio percibe que el peso del saco ha crecido, de tal modo que tiene que cambiarlo de hombro para aliviar la presión y el malestar.

No es posible que lo poco que el saco guarda incida en el peso, pero en el pensamiento la sortija y la patena y el reloj adquieren la cualidad de su valor, como los objetos de un tesoro que es costoso y arriesgado acarrear.

En ninguna de las noches en que Ambrosio completó su andadura, a lo largo de los quince años de su existencia camuflada en Balma, llevó en el saco nada parecido. Ahora el tesoro es una carga que le pesa y le preocupa, aunque ni el sarpullido ni el escozor sean suficientes para que no imprima la agilidad con que le conviene salvar la niebla y volver a acomodarse a la voluntad urbana.

Por el Trasunto y las Retahílas hay una dirección que permite llegar a la bodega del Barandales de la manera más solapada, aunque en las intenciones de Ambrosio subsiste la duda de si merece la pena el intento de saldar las deudas, cuando entre los requerimientos y el cobro prometido siempre se alarga el plazo y jamás hubo transacción que llegara a buen puerto. Las cargas de Ambrosio tienen el perjuicio moral de quien encuentra el desánimo en el incumplimiento, sabiendo que ese perjuicio forma parte de su situación y que de ella se aprovechan unos y otros.

En lo que le cueste llegar de nuevo a la Plaza del Lindero, o acortar el camino por el Paseo del Prisma, pudiendo evitar algún sobresalto, y empezando a pensar que la noche se completa con ya pocas pretensiones, es menor el esfuerzo, sin que el Barandales o el Galimatías cambien la ubicación entre las bodegas que en Balma jamás cerraron las puertas, apenas entornándolas en los tiempos en que se producía un estallido o una explosión.

—En cualquier caso, da lo mismo un antro que otro —piensa Ambrosio, que ya desbroza la niebla hacia el Trasunto, sabiendo que en el Paseo del Prisma la cuchilla de la humedad tiene un filo rasante, muy peligroso para el reuma, y que en la totalidad de la noche siempre hay una reserva para la confusión y la duda—. Ni van a pagarme ni a considerar que en lo prometido hay un saldo a mi favor. Los poderes del novio eran papel mojado, y vale igual casarse que devolverle los pantalones al marido que los perdió o los dejó olvidados.

—Pero no es lo mismo lo que tienes pendiente con tu socio Carpo Expósito —escucha a su lado, al tiempo que siente un tirón en el saco que le pone a la defensiva, como si fuera preciso preservar su propiedad.

—No es lo mismo… —se dice Ambrosio.

—Entonces olvídate del Barandales y no te acerques al Galimatías. Hasta pueden pagarte con una denuncia, que es un modo frecuente de quitarse de encima las obligaciones y los vencimientos.

—No soy de los que cobran, ni de los que reclaman. Me parece que soy de los que hicieron de la mendicidad un simulacro que me emparenta con los animales del Bosque. Los bichos me dieron más confianza que las personas.

—Anda, tampoco exageres —escucha Ambrosio a su lado, todavía sin percatarse de quién le acompaña, y afianzando la seguridad del saco con el puño muy cerrado, sintiendo que los tirones sobre el mismo se suavizan aunque no desaparecen—. Los animales tienen intereses exclusivamente rastreros. El instinto es más egoísta que la voluntad. Yo no echo un cuarto a espadas a favor de las personas, sólo hay que verme cómo vivo, sometido al padecimiento de un golfo, maltratado por sus desvaríos e intrigas, pero aun así hay que reconocer que la penalidad es más digna en quien sabe razonar que en quien no puede hacerlo.

Ambrosio se detiene, cierra los ojos como si quisiera evitar que la niebla se le meta en ellos, y hace un esfuerzo para dirimir si lo que escucha es la voz de quien le acompaña, o un eco de su propia voz en la boca de alguien que se le metió en el cuerpo, como el quiste o la esquirla del niño malo que ahora habla más de la cuenta.

La soledad de los perdidos
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