177.

Ambrosio comprueba lo que dice Lepo. Asiente, con la patena en una mano y el reloj en la otra. El brillo dorado emite un reflejo mineral.

—La noche de Balma da mucho de sí, y las compañías pueden ser de lo más variado. Ya te advertí que sabía más de lo que crees de tus pasos y pisadas. A fin de cuentas la noche es la misma para todos, aunque cada cual vaya por la suya.

—De la mía hay poco que contar… —dice Ambrosio, depositando en la mesa el reloj y la patena—. Si intentara enhebrarla para hacer de ella la totalidad de las que llevo completas, saldría un único resultado, sin que pudiera acordarme de la mayoría de las cosas. Existe una voluntad urbana que es muy superior a la mía.

—Balma es así de ociosa y de opaca, igual de indolente que quienes la habitamos, y ya es el colmo de la miseria dejar en sus manos la facultad de decidir nuestra conducta y nuestra ruta, que es tanto como decir nuestro destino. Así nos luce el pelo, amigo mío, unas sombras que se desvanecen en la Ciudad de Sombra…

—La verdad es que nunca tuve la sensación de desaparecer. Con frecuencia ando confundido y a veces confuso, pero siempre me mantiene la intención de seguir, y no me importa demasiado la niebla o lo que se oculta en la oscuridad. También me ayudan a mantener la conciencia despierta las voces que revierten por encima de cualquier música o de cualquier ruido. Son casi ininterrumpidas las conversaciones que escucho. Esas voces me reclaman como si yo fuese el depositario de su conocimiento.

—Eres un ser privilegiado, amigo mío, no me cabe la menor duda. Eres un hombre virtuoso. No me extraña que logres sobrevivir entre la inocencia y la piedad, cuando somos tantos los que apenas podemos aguantarnos a nosotros mismos. Ni la piedad ni la inocencia tienen sitio donde la vida cuesta tanto y está tan malbaratada. Balma no tiene virtud.

Lepo Corada vuelve a coger el reloj y la patena. Ambrosio hace un intento de levantarse, con el saco en la mano.

—El obispo Galar y el gobernador Devesa son tus amigos, te he visto más de una vez con ellos. No me gusta seguir a nadie, pero la curiosidad es la mejor herramienta del gacetillero.

Ambrosio se queda quieto, de nuevo sentado, y suelta el saco.

—Los acompañaba. Paseaban juntos, se veían muchas noches… —reconoce.

—Dos almas gemelas —dice Lepo, acariciando la patena y el reloj—. Mira, esta casualidad es el mejor ejemplo de que son dos almas gemelas, la misma fecha que, en ambos casos, corresponde a un paralelo nombramiento. Supe en seguida que eran de ellos. Al obispo Galar lo hicieron obispo el mismo día que nombraron gobernador a Devesa. Los amigos se estiman aunque desconozcan estas casualidades. Cualquiera podría decir que esas fechas forman parte del destino de ambos. Toma, te los devuelvo, el regalo que te han hecho es la mejor demostración de lo que te aprecian.

Ambrosio duda en coger la patena y el reloj.

—Casi sería mejor que te los quedaras tú… —indica indeciso.

—¿Te los dieron esta noche?…

—El obispo en el Palacio, donde estuve cenando, y el gobernador poco antes de que se encontraran. La verdad es que no me conviene conservarlos, tienes razón, son dos objetos comprometidos. Esta noche es más peligrosa que ninguna, aunque ambos se ocuparon de que nada pudiera pasarme, quiero decir, de que no me viese complicado. Tengo estas cartas de ellos, y supongo que el obispo y el gobernador cuentan en ellas lo que les parece oportuno para que nada me suceda.

Lepo acaricia los objetos y mueve la cabeza pensativo. Ambrosio ha mostrado las cartas, que vuelve a meter en el bolsillo interior de la chaqueta. Se pone de pie, decidido a irse, con el saco en la mano.

—¿Quieres que los guarde?… —pregunta Lepo—. Me parece que no acabo de entenderlo. ¿Ha sucedido algo?…

—La noche está completa, pero todavía debo ir a la Estación —dice Ambrosio—. El correo del Noroeste puede llegar con el mismo retraso con que lo hizo un día de hace quince años, al menos eso predijo Lucina, la niña ciega.

—Me dejas preocupado —reconoce Lepo Corada—. Voy a guardarlos, pero si ha pasado algo tienes que decírmelo. No me gustan los sustos, ya lo sabes, y un buen gacetillero debe estar al tanto de lo que hacen las autoridades.

La soledad de los perdidos
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