78.

Hacia el Oráculo de la Concordia confluyen las callejas que vienen de las estribaciones del Barrio del Temblor como flechas escindidas que no acaban de encontrar la diana.

—Lo mejor es que me dejes en paz —acierta a decir Ambrosio, que poco a poco se siente despejado, aunque la mano derecha no acaba de acomodarse al vacío que proporciona la pérdida del saco.

—No deseo otra cosa que ponerme a su servicio —dice Carpo, que va detrás de Ambrosio, intentando agilizar el movimiento de la pierna dolorida.

—¿Ya no toses?… —quiere saber Ambrosio.

—Ésa es otra —dice el niño malo—. Cuando salió lanzado de la caja de la camioneta se le espantaron los pulmones, de otro modo no se explica. Es igual que cuando al que tiene hipo le dan un susto. Dejó de toser desde entonces.

—Calla la boca, chaval, que no tienes ni idea. Lo mío no es crónico, es nervioso. La mala vida me hacía estornudar, como si la desgracia de tener que vivirla me produjese alergia. Luego los pulmones se resintieron un poco, ya que la vida además de mala se hizo perniciosa. Yo no tengo ningún conocimiento de eso que llaman la felicidad y los buenos momentos. He tenido muchísimos picores por todo el cuerpo.

—¿Qué hacías en el Callejón del Cuenco, me estabas esperando? —pregunta Ambrosio, volviéndose y recordando la mano que en el arranque de la noche encontró la suya como si la buscase o pretendiera un saludo ciego.

Carpo Expósito hace un ademán de apartar al niño malo, que se queja igual que si le hubiera tapado la boca y apenas lograse gemir.

—En el siete de esa Verja le invito a un aguardiente, no me lo desprecie. Necesito un socio o, mejor dicho, quiero asociarme con usted, o que me contrate como dependiente. Nadie conoce mejor la noche de Balma. Nunca vi un ser humano más pertrechado para andarla sin otro aviso y otra consideración. Hay varios asuntos.

Ambrosio asiente, cuando el niño malo se escapa y su voz suena con el desahogo de la indignación.

—Ni se le ocurra. Ni se le pase por la cabeza. El peor es el malo revenido. Lo que tiene es lo que buscó. Lo que encuentra es lo que merece. La mala vida era la meta que ganaba a pulso. No vaya a caer en la trampa.

—Una copa —dice Ambrosio—. Ahora reconozco que es lo que más necesito. Tuve perdido el conocimiento, casi ni me acuerdo de adónde íbamos en aquella camioneta.

Carpo le rebasa. Arrastra la pierna, y la niebla que fluye en el pavimento se le pega a ella como si se la lamiera.

—No me salen bien las cosas —dice Carpo—. Es una tendencia o una inclinación que interfiere todo lo que intento. No me ando con remilgos y, sin embargo, me parezco al pusilánime que cuenta las hormigas con los dedos. Le juro a usted que la vida me castiga sin que exista pleito de por medio. De niño, en el Orfanato, hice la Primera Comunión vestido de preso.

—Me esperabas en el Callejón —asegura Ambrosio, que se acerca a Carpo y le coge por la solapa de la chaqueta—. Luego fuiste a la Iglesia del Escapulario. Conocías al Cojo, sabías que yo tenía con él un trato. Metiste la mano en el sagrario, robaste el alijo.

—Siga, siga dándole caña —dice el niño malo—. Está usted acertando en todo. La Primera Comunión la hizo con una rueda de molino.

—Son demasiadas cosas —reconoce Carpo Expósito, que se lleva la mano a la boca como si se dispusiera de nuevo a toser—. Demasiadas para tan poco tiempo. No se puede llegar tan lejos y hacer tanto después de haber salido por pies de la Vela del Descarriado. Soy un fugitivo. Me tienen en sus manos los que desde chico me retuercen el pescuezo.

—A mí no me metas —dice el niño malo—. Yo no hago otra cosa que intentar librarme de ti. Ser el quiste o la esquirla es mi mayor padecimiento.

Carpo tose.

—Ya lo ve usted. El desafío de una existencia depauperada, el daño de la mala fortuna. Soy ese niño desahuciado que debió morir con la polio o la tos ferina. Ahora, además de la vida que me dobla, me corresponde atender a esa criatura que no me deja en paz.

La soledad de los perdidos
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