132.

Meses atrás, en una noche en que la lluvia llenó el saco de Ambrosio Leda y la mojadura le hizo correr despavorido por las calles de Balma, como si bajo el agua pudiera desteñirse su identidad y algún vigilante, apostado en el soportal, descubriera el engaño de un hombre que no era el que aseguraba la Cartilla que guardaba en el bolsillo de la chaqueta como la reliquia de un falso pasado y la justificación de un dudoso presente, vino a por él un hombre guarecido bajo un paraguas, y le dijo que lo acompañase.

—Estás temblando y lo que más necesitas es un caldo bien caliente, tampoco te sentará mal una copa de orujo.

Ambrosio Leda no fue muy consciente del camino que hizo con aquel hombre. Lo había recogido muy cerca de la Colegiata y, cuando dieron la vuelta al Palacio del Obispado, en la Calle del Solideo, mientras la lluvia los seguía batiendo a pesar del enorme paraguas, se percató de que llegaban al pasadizo que embocaba la entrada por la parte trasera del Palacio, muy cerca de las otras callejuelas que en seguida se desparramaban por los senderos del Ejido y los prados y las huertas que llegaban a las orillas del Margo.

El hombre le dio el paraguas para que lo sujetara. Sacó un llavín, abrió la puerta del jardincillo que salpicaba la lluvia tras la enorme verja, le hizo pasar y ambos corrieron un poco para alcanzar el soportal cercano.

Entre la lluvia el olfato de Ambrosio delataba un aroma vegetal que en seguida, cuando el hombre, con otra llave, abrió la puerta que daba acceso a un zaguán y a las enormes escaleras de encerados peldaños, se mezcló con esa supuración de la cera que hacía brillar la escalera en la penumbra y acaso con la de los cirios y una extraña acritud de incienso y aceite.

Bajo el agua torrencial, entre la espesa vegetación del jardincillo y la yedra que trepaba por las columnas del soportal y probablemente alcanzaba las ventanas de aquella fachada trasera del edificio, lo más visible era un árbol enorme, de hojas espesas, que había crecido desmesuradamente y sobresalía por encima de la verja. Ambrosio no supo de qué árbol se trataba, hasta que el hombre, tiempo después, se lo dijo.

—Es un magnolio, el único que existe en Balma. Lo plantó hace más de cincuenta años el obispo Belarmino, y hasta hay una leyenda que dice que quien duerme la siesta bajo sus ramas puede acabar por comprender mejor el misterio de la Santísima Trinidad. La verdad es que una vez quise dormirla pero no lo logré, me desvelaban los vencejos.

El hombre iba encendiendo y apagando luces por los pasillos, tras subir las escaleras y dejar el paraguas en un paragüero de cerámica.

En el olfato de Ambrosio se incrementaba el aroma de la cera en las tarimas y del incienso. Hubo un momento en que tuvo la certeza de pasar ante una capilla, donde podía arder la palomita en el aceite. También cruzaron por la galería cuya cristalera daba al patio del jardincillo. Finalmente, el hombre abrió una puerta, a la que se accedía subiendo tres escalones al fondo del pasillo, encendió una lámpara que colgaba del techo y le hizo a Ambrosio la indicación de que entrara.

—Es la cocina —dijo—. El caldo lo calentamos en un momento, en el infernillo, y la botella de orujo puede estar en cualquiera de los armarios. Te sientas a tu gusto. La pena de esta casa es que no hay calefacción, no puedo ofrecerte otra cosa que un brasero, aunque habría que encenderlo. Lo que sí voy a darte es una toalla.

—Ni se le ocurra… —musitó Ambrosio, cohibido, aunque el hombre no le hizo caso.

Ambrosio Leda vació avergonzado el agua del saco en el fregadero, cuando el hombre fue a por la toalla. Entre el agua había algunos mendrugos deshechos y unos trozos de antracita. La lona del saco estaba mojada y renegrida. Lo dejó en el fregadero para que no manchara.

—Ésta es la mansión de un hombre que se queda pequeño y abrumado entre tanto espacio y tantas cosas… —dijo el hombre, que se había quitado la gabardina negra, y vestía la sotana que tenía en el cuello un ribete morado.

Ambrosio Leda tuvo la intención de hacer una reverencia que no le permitió el nerviosismo, y se sintió todavía más avergonzado.

—Soy el obispo Galar… —dijo el hombre, que anticipaba en la sonrisa melancólica con que Ambrosio lo reconocería siempre, en los meses de compañía de los paseos nocturnos que siguieron, la orientación de un destino tan adverso como secreto.

—Yo me llamo Ambrosio Leda —apenas balbució tembloroso—, pero si usted tuviera que confesarme sabría que no soy el que aparento.

—Todos tenemos oculto el corazón, y algunas veces dormido.

La soledad de los perdidos
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