1.
La noche viene con la niebla y lo que Ambrosio Leda no acaba de decidir, cuando desde el Alto de Listán ve los grumos en la distancia, que se parece más a la profundidad que a la lejanía, es el sentido de sus primeros pasos. Una dirección acorde a lo que en Balma, la Ciudad de Sombra donde vino a esconderse hace ya quince años, llaman la orientación de la voluntad urbana.
Dar sentido a esos primeros pasos, ahora que la noche llega con la niebla y en la humedad del precipitado oscurecer la lengua lame los desmontes, puede ser la garantía de un mínimo orden en la cabeza de Ambrosio Leda.
Del desorden de los sentimientos y del altercado de las emociones es mejor precaverse sin dar rienda suelta a la imaginación o posponiendo lo que la memoria en cualquier momento reclama. El orden en la cabeza es necesario en la vida de Ambrosio Leda para que el desorden del mundo no le afecte tan imperiosamente. Siempre tuvo Ambrosio, ya mucho antes de venir a esconderse en Balma, la reclamación de una existencia contraída entre las deudas pendientes, como si vivir precisase de un esfuerzo lleno de débitos o el mero acto de abrir los ojos cada mañana supusiera un déficit.
Los grumos no tienen una atracción especial en el paisaje, casi hay que adivinarlos en la sustancia de la niebla, pero existe una palpitación en las indecisas coagulaciones y los ojos de Ambrosio, que suman a la opacidad de sus cataratas una curiosidad visual en la que no puede interponerse el humor vítreo, detectan la palpitación y retienen la resonancia de un agobio respiratorio, como si la noche vecina mostrara el desgaste de los pulmones.
Los primeros pasos de Ambrosio Leda, cuando cierra la puerta del chamizo y, al fin, camina por el sendero de la derecha en la línea menos arriesgada del cercano desmonte, corroboran ese orden incipiente en su cabeza, ajustan la voluntad urbana de una decisión orientadora.
Balma tiene una puerta de tierra por donde Ambrosio asoma al Norte de la Ciudad de Sombra. La puerta horadada en el extremo del último desmonte, tras cruzar la carretera y demorarse en la Vaguada de Letio, es el resultado de una incisión que perdura como la cicatriz de la herida, el único indicio de que Balma estuvo sitiada y llegó a desangrarse en la escorredura del barro y la ceniza.
Hay un susurro en la cavidad que contiene la niebla y apura el viento.
La cabeza de Ambrosio late requerida por lo que el susurro musita en la puerta de tierra, y antes de pasar por ella al interior de lo que en la Ciudad de Sombra es un Norte devastado, la cabeza descifra las palabras que tienen igual desgaste que las de cualquiera de los sueños con que Ambrosio se va desprendiendo del pasado en el que los quince años de su huida son los quince tramos de su desaparición.
La línea más oscura, o acaso más sucia y mugrienta, de la Ciudad de Sombra, que en la mirada de Ambrosio Leda, cuando la puerta de tierra queda atrás sin que su murmuración se prolongue en otro eco que el de las palabras que perdieron el pensamiento y el deseo, cimenta la opacidad que favorecen las cataratas, como si el cristalino se complaciera en la niebla, y la noche fuese el acicate de una ceguera a la que sólo le falta el tiempo de su maduración.
Un Norte sin otra visible ruina en su corona que la de los paredones demolidos del Cedal, donde ya son pocas las piedras sillares que mantienen la ordenación originaria sin que apenas se distinga en alguna de ellas el labrado paralelepípedo rectángulo, donde la señal de la esquirla no se sabe si proviene del cincel o del disparo.
Ambrosio siempre rehúye esas piedras y jamás se le ocurre sentarse en ellas, aunque en algunas mañanas, cuando regresa más exhausto de lo previsible tras el recorrido de la noche y el Norte no tiene otra meta que la cuesta arriba que le hace retroceder cada dos pasos para recuperar uno y llegar a su guarida, el cansancio lo doblega y la tentación de sentarse es casi insuperable.
Las rodea inquieto, y tampoco escucha lo que habitualmente dicen quienes en ellas permanecen: los hombres que en la mañana fuman despacio el que parece un cigarrillo que no tuvo fin, o que en la demora de consumirlo invierten los minutos finales de la existencia, el humo de su expectativa y de su fatalidad.