21.
La vela se enciende en el presbiterio.
Una llama trémula en la semioscuridad de la Iglesia del Escapulario que es el aviso para que Ambrosio llegue al tercer banco de la nave derecha, donde el Cristo volvió a coger la postura reclinada en el costado, tirado en el suelo y con el brazo suelto entre los cristales estallados de la urna.
—No puede estarse quieto —dijo Valdesamario—. La comezón, las escoceduras. La verdad es que la mayoría de los huérfanos tenemos ese mismo prurito. Las úlceras y los sabañones del Hospicio. Hay que haberse muerto de hambre y de frío para apreciar lo que cuesta la redención de los pecados.
El oficiante tarda más de lo normal en aparecer y, cuando lo hace, no puede estar seguro de que sea el de siempre. La casulla remendada le queda excesivamente corta y en los movimientos por el altar se nota más torpeza de la debida, como si improvisara la celebración o tuviera demasiada prisa o desconociese lo que se trae entre manos.
Los ojos de Ambrosio se acomodan a la semioscuridad y en el temblor de la niebla, que vierte desde el tejado roto de la iglesia un incienso húmedo y un olor de maderas polvorientas y resinas astilladas, presiente que las naves no disponen del olvido que las arrumbó.
Lo que huele y lo que rechina, el mismo goteo de la pila bautismal, componen un raro eco que percute en su ánimo, con menos sosiego o alteración con que percuten en su conciencia las voces de Balma, los ruidos y las palabras que parecen contenidas en un manantial que acompaña sus pasos, como si en el discurrir del escondido todo confluyera para que las voces de la Ciudad de Sombra alimentaran su experiencia y su memoria.
Las palabras de Balma no tienen la impronta de las piedras y los pavimentos y, sin embargo, detallan la espesura urbana de una contribución de vidas y vicisitudes.
En la Ciudad de Sombra las voces no calmaron ni colmaron los parajes, no se disiparon en la medida de su actualidad o de su finitud, quedaron esparcidas en cada tramo o en cada recodo, donde las paredes se sostienen o se derrumban y donde las esquinas indican una posible vuelta en el destino de cada habitante.
—Tantos como murieron, tantos como mataron o desaparecieron sin que el rastro imprima la huella de una decisión o un imprevisto… —dijo alguna vez Lepo Corada, que disimula en la condición del gacetillero la del poeta vergonzante, y que siempre que se encuentra con Ambrosio pugna por que le muestre lo que lleva en el saco, convencido de que Ambrosio acarrea un tesoro.
—El de la mísera subsistencia, no otro. Los cuatro desperdicios, el mendrugo y las mondas.
—Con él al hombro en todas las noches que puedo recordarte. Nadie guarda con tanto ahínco lo que no tiene más valor que la miga que llevarse a la boca.
—Vivo de los detritos, de lo que Balma descompone y tira. El saco no es otra cosa que el utensilio del buscador.
—Por ese conducto no te queda más remedio que avistar a los muertos que no se resignaron, o a los vivos que no comparecieron cuando fueron requeridos para saldar la cuenta de su vida. Eres un alma errante, amigo Leda. Con los cuatro vasos que compartimos las noches gemelas puedes contarme las mil historias que más te gusten, yo te escucho sorbo a sorbo y ya te digo que lo que más me jode es que no me enseñes lo que llevas en el saco.
—Pueden ser esas mismas palabras, Lepo. No te pongas pesado, los mendrugos y las palabras. Las voces anónimas de los que no se resignan, como tú dices. Hubo más muertos que razones, no lo dudes.
Lepo Corada tiene el perfil de la sabandija. La gacetilla es el género de su cortedad de miras, algo que también se sostiene en las gafas del miope desorbitado. La condición del poeta vergonzante mantiene, sin embargo, un secreto refinamiento en el espíritu. La vergüenza le intercepta la escritura, y en la concepción de sus sonetos hay un ejercicio mental que hace tan obsesiva como inacabable la composición. Nadie conoce esa obra recóndita de la que, apenas en alguna ocasión, recita un terceto.
—Es por si quieres escucharlo, amigo Leda. Endecasílabos. Arte menor, consonancia, tercerilla. La música de quien siente por lo que hace más grima que vehemencia.
—Lo que te acepto es otra copa —decía Ambrosio cuando Lepo entrecerraba los ojos y enfilaba el verso con la tentación de un recuerdo malogrado—. Y te pido que me dejes el saco en paz, ya es bastante castigo cargarlo a la espalda como el muerto que no supimos enterrar.