185.

—No tiembla el bien, es el mal quien lo hace. El perdigón en la conciencia y ese sudor frío que es la fiebre de los culpables.

—Se le puede adivinar el tesón con que se empeña quien oculta algo. La impertinencia, el descaro. De eso se trata, de un ocultamiento pertinaz. El que obra con la conciencia limpia nada tiene que ocultar. La frente alta. Le veo mover las manos como dos aspas espantadas, y no sé si se dio cuenta de que nada más sentarse aplastó una mosca, ya no sé cuántos insectos lleva liquidados. Las manos no logran atar lo que la mala conciencia desborda. El pensamiento del mal, no el del bien, tengamos eso en cuenta, no vayamos a engañarnos.

—El que sale de casa sin la voluntad de cumplir lo que debe sale desorientado, predispuesto al incumplimiento, como si en el aire respirara la molicie. Los vicios son el mejor complemento de las malas ideas. Con ideas y vicios se pierde la fe. La esperanza y la caridad suenan a falso.

—Lo mejor es aceptar el castigo. La culpa es el pan nuestro de cada día, nos alimentamos de ella. Va a ser mejor que confiese lo que tanto le atormenta. El mal previsto, no interponga una justificación que a nadie satisfaga. El mal previsto, el previsible, el que envenena el corazón y aturde la cabeza. En cualquier caso, lo que jamás al bien compete. No conviene hacer ascos a lo que uno mismo administra, hay que ser consecuente.

—Estuve perdido. La noche me encerraba con menos piedad que la misma conciencia. No son los pasos reglamentarios del que se orienta y mide el porvenir, son las pisadas de quien jamás logró descabezar un sueño con tranquilidad y provecho. Me asomo a la primera esquina y el paisaje es un bosque quemado. ¿Dónde pudo llegar el recuerdo de la figuración que me perseguía?… Un bosque quemado, un cuartel sin bandera, un solar al que arrojaban la basura para enterrar a los animales muertos. La esquina nada tiene que ver con el afán de seguir viviendo. Estaba perdido, el mundo no tenía respiración ni movimiento.

—La razón de los hechos, no divague, el valor de las circunstancias. Los actos fijan la huella del comportamiento. Y siempre hay alguien que nos ve, alguien que supo de nosotros lo que ni siquiera sospechábamos. Lo supo, lo quiso saber.

—¿Qué te puede importar que te miren, que te vean, que te sigan, que lo sepan?… No voy a esconderme. No quiero seguir engañándome, ya fueron suficientes mis mentiras y mis vicisitudes. Daba pena ver el mástil desnudo en el balcón del Cuartel. Una vez hice guardia en una garita derruida, me dormí y me robaron el fusil y el gorro. En el Bosque el humo del incendio ahuyentaba a los bichos, vete a saber si los animales muertos del solar no eran los mismos.

—Aplastas la mosca porque no contienes la inquietud, los nervios, no logras tranquilizarte, no hay sosiego cuando la mente resbala detrás de los insectos…

La soledad de los perdidos
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