55.
—Nadie dice nada del momento preciso. Lo que supone el vértigo de la bala que viene o el presentimiento de lo que en ese instante te hizo cerrar los ojos o abrirlos más de la cuenta.
—Sería lo menos interesante de la conversación. Esas precisiones ni siquiera se corresponden con el recuerdo o con la idea de lo que pudimos haber hecho. Hay un momento en que no eres otra cosa que el olvido que precede a la desaparición. Los ojos se abren o se cierran como si parpadearas cuando la lluvia te da en ellos. Estabas firme, estabas quieto, ¿qué pensamiento podía modificar la circunstancia de ir en seguida a desplomarte?…
—No me acabo de enterar de lo que habláis.
—Yo no remuevo lo que no tiene sentido.
—A mí me gusta escucharos, pero voy a deciros una cosa: no es la expectativa lo que hace más intensa la fatalidad de verte en ese trance. ¿Qué puedes esperar, qué rebulle en la conciencia o alerta en la mente?… Tuve la impresión de haberme convertido en una estatua de piedra, la carne no tenía ninguna consistencia y el alma, ya que soy creyente, se había disipado, hasta tal punto que si me apeteciese deslindar lo que llamamos el último suspiro no me quedaría con la fuga del alma ni con el cuerpo abatido, sino con el espasmo y la respiración quebrada, una cañería que se atasca.
—Siento perfectamente la caída. La bala ni siquiera la imagino. Un gusano de plomo que en vez de arrastrarse por la tierra lo hace por el aire. La caída tiene el sentido de la liquidación y, si me lo permitís, ya que en el comercio no me fue todo lo bien que mi padre hubiera deseado, de la liquidación por derribo. Todos hemos tropezado alguna vez, a todos nos derribó un mal paso o estuvimos a punto de dar con las narices en el suelo. Es lo que siento, esa caída, ese desplome que supone un viaje vertical, que empieza en la cabeza y acaba en los pies. Estoy tendido en un charco. Fue un viaje instantáneo y eterno.
—Los últimos días viví obsesionado por ese vértigo. La bala que viene, la dirección del disparo. Pensé que cerrar los ojos no era una solución, no se trataba del alivio de sujetar la consciencia en la oscuridad, apretar los dientes, estirar los dedos de las manos. Voy a mirar hacia arriba o, al contrario, voy a mirar al suelo. La frente alta. La cabeza gacha. Una duda menos razonable que la de empeñarme en maldecir el destino o agradecer lo poco o lo mucho que la vida me dio hasta ese momento. Ni poco ni mucho, pero sí bastante, si soy justo y sincero. La bala no la sentí, pero el presentimiento ya os digo que extremó mi zozobra o, más exactamente, fue el resultado de una angustia interminable.
—Voy por el patio, arrastro los pies. Nadie me dijo nada. Salía a media mañana, como cualquiera de los otros días, pero en esa ocasión estaba solo, nadie venía conmigo, no me acompañaban los que daban las mismas vueltas a la misma hora. Lo que resonó entre las paredes del patio fue lo que me hizo caer, un tiro, un golpe en la cabeza. Ahora no tengo otra emoción que la que corresponde al grito inadvertido con que te llaman quienes pretenden avisarte de algo, dándose cuenta de que no puedes oírlos. La emoción de un eco en la voz de quienes tanto me querían y tan poco deseaban que me sucediese aquello.
—En mi caso, lo inmediato fue cerrar los ojos.
—En el mío, abrirlos.
—Yo no tuve tiempo de agachar la cabeza y, además, si fuese sincero, tendría que confesar el miedo a que me dieran en ella.
—Algo no muy distinto a lo que sucedió la mañana en que me llevaron lo soñé tiempo atrás. Un camino que serpenteaba hasta el puente donde desde el pretil no me impidieron que mirara las aguas. La misma lagartija que corrió por la piedra, temerosa o asustada antes de que se escuchase el disparo. El río estaba seco.