156.

—No se preocupe que yo le oriento… —escucha Ambrosio, que lleva unos minutos dando vueltas sobre sí mismo, como si el asedio de la polvareda que contaminó y espesó la niebla hasta compactarla hubiese cerrado cualquier salida y no quedaran puntos de referencia—. Ya vio usted qué nochecita. Se hundió la Plaza del Mirto y se han desmoronado dos de los cuatro Bloques del Firmamento.

Es un hombre que se mueve con la celeridad y la inquietud de quien parece acostumbrado a andar por los túneles y los subterráneos, o que tiene en los ojos el sentido de la dirección con que pueden esquivarse las esquinas peligrosas y las adversidades.

—No se preocupe, que conmigo no va a correr el riesgo de los pasadizos y las asechanzas, soy muy bajo pero ando derecho y sigo la línea recta de quien tiene buena voluntad.

—No sé lo que ha sucedido… —musita Ambrosio, sin que la confusión todavía le permita tomar conciencia del extravío, aunque el ofrecimiento le ayuda a recobrarse.

—Ya le digo que tenemos una noche toledana. La Plaza del Mirto se hundió como si alguien tirara de ella hacia abajo, y dos de los Bloques del Firmamento se han desmoronado, como si alguien los aplastara. Ahora queda la incertidumbre de lo que les pueda pasar a los otros dos.

El hombre coge del brazo a Ambrosio, que se deja llevar sin resistencia, como si por primera vez desde que vino a Balma la ayuda de alguien fuera el resultado de una decisión satisfactoria.

—Me llamo Volado —dice el hombre—. Ariel Volado, sin que exista razón para que el apellido signifique otra cosa que lo que identifica el nombre familiar, aunque hay curiosos que sacan otras conclusiones, ya que en mi vida hay un asunto que inquieta al que lo descubre, pero venga tranquilo, no se haga ninguna idea rara.

—Yo soy Ambrosio Leda.

—Pues en menos que canta un gallo llegamos a mi casa, que está aquí al lado, un bajo en la misma Retahílas, donde nadie puede molestar a un soltero de raza, que de nada puede vanagloriarse a no ser de la minga. Ya sabe usted que el tamaño es discrecional entre los pagados de sí mismos, igual que la pieza cobrada en el río o el monte por quienes cazan o pescan. Se prevalecen y mienten como cosacos. Lo mío es natural, quiero decir que es propio de la naturaleza. La minga fue precisamente el salvoconducto para cruzar fronteras, un reclamo internacional y muy ponderado en todos los países que visité, también en las vías siderales, ya que puedo asegurarle que esas vías tienen parecida conformación a las urinarias.

Ambrosio escucha sin enterarse muy bien. El hombre le lleva del brazo con paso rápido. La niebla polvorienta va quedando atrás, y la opacidad de las cataratas se reblandece mientras los ojos encuentran de nuevo el alivio de la humedad.

—Conviene ponerse a cubierto —dice el hombre—. En mi casa estaremos resguardados, no se preocupe. Si los Bloques que quedan en pie se van a pique, no hay tormenta del desierto peor, ya vio la que se nos vino encima. Yo estaba esta noche en el soportal del Mirto, tenía una cita con otro Volado, un primo que me saca los cuartos para sufragar el vicio de los naipes, ya ve qué pena. Vamos al tanto por ciento, eso sí, mi primo tiene la clarividencia del ventajista, pero la timba no se celebró, los tahúres tuvieron que conformarse con ver cómo la Plaza les ganaba la partida antes de que comenzara la primera mano. Se hundió el Mirto ante mis ojos, igual que el barco que fletaron con las turbinas sucias.

La celeridad del hombre no contrapone los pasos y las palabras, pero Ambrosio tiene el presentimiento de que lo que escucha no le saca de la confusión o no contribuye a reequilibrar el orden necesario en su cabeza.

—Un momento, por favor —dice al cabo de un rato, cuando ya el hombre hizo las cuentas de las ganancias del primo jugador y el tanto por ciento de lo que a él habitualmente le corresponde, y una referencia comparativa que podría demostrar que la naturaleza no optó en sus vías seminales por el mismo reparto entre los integrantes de la familia—. Me falta una cosa, no tengo el saco.

—No se preocupe —dice el hombre—, no hay cargo de conciencia, ni dilema entre la bolsa o la vida. Se tiene el saco o se es dueño de una minga mundial, y no hay razón para preocuparse. Si lo perdió, lo encontramos, aunque podría jurar que usted no llevaba nada en la mano cuando me lo topé hace un momento.

La soledad de los perdidos
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