37.

Ambrosio camina desnudo por el almacén.

Arrastra el saco y el pesar de no verse compadecido, como si en el trance de la confesión le hubiese doblegado una dolencia espiritual a la que no tiene costumbre.

Hace frío. En la oquedad del almacén, con la bombilla colgada como el gesto mustio de un ahorcado que jamás pensó que le romperían el cuello, siente que la piel aterida es el resultado de una denuncia.

Cuando se detiene, justo bajo la soga de la bombilla, presiente la muerte que en tantas ocasiones acompañó al sueño de la ejecución.

Son muchas las voces que en la Ciudad de Sombra susurran los vaivenes de ese sueño y, a veces, entre las palabras se oye un disparo y un grito de dolor que Ambrosio compagina con el gesto de quien aprieta en la úlcera sangrante la bala que hizo diana en el estómago.

—No te arrugues, ni hagas demasiado caso de esos hombres que igual bendicen que maldicen —le dice la mujer que se acerca sonriente y resolutiva.

Ambrosio reconoce a Doradía, la esposa de Casimiro y madre de Cala. Viste un mandil reluciente y peina los cabellos canos como si le sobraran las horquillas.

—Te cambias de arriba abajo —le indica, dejando sobre el saco el montón de ropa—. No es la colada que pidió don Eugenio ni soy yo la madre de una hija hacendosa, pero la muda está limpia y la camisa, los pantalones y la chaqueta son los que Casimiro llevó cuando nos casamos. La talla debe de estar un poco por debajo de la tuya, pero no puedes disimular que encogiste. El hambre y el frío hacen enjuto el cuerpo, la vida que llevas deja enteco el organismo. En cualquier caso, tienes que estar limpio y lucido por si te llama Dios a su presencia. Esta noche no es como las demás, al papa de Roma lo veo más inquieto que nunca y ahora mismo mi hija está llorando y a Casimiro se le acaba de salir la hernia.

Ambrosio se viste. Doradía le va dando las prendas, valorando en cada una la calidad de los zurcidos y el apresto de la tela.

—Algún día fuiste un hombre guapo y peripuesto, sólo hay que apreciar el porte que te resta. Los hombres que ya no son lo que fueron andan echados a perder entre el vencimiento y el disimulo. Más de una te echaría de menos, y más de dos suspiraron por tu ausencia.

La chaqueta oprime los hombros y no le permite abotonarla.

—Suelta está mejor —opina Doradía, tirando de las mangas que se quedan muy por encima de los puños de la camisa—. El buen mozo que bailaba en las verbenas con las más timoratas y las menos pudorosas. Lo único que te afean son esas barbas de mendigo, si quisieras afeitarlas…

—No hay nada debajo de ellas —musita Ambrosio.

—Pues ya sabes que a la gloria bendita hay que llegar rasurado y con el pelo al cepillo. Ahora te vas a dar la vuelta para que te vea mejor, y voy a llamar a Cala y a Casimiro para que comprueben que la elegancia es un don, igual que la costura y el empecinamiento.

Casimiro viene con la mano en la ingle, donde la hernia rebosa. Cala llora desconsolada.

—Así lo quiso don Eugenio —dice Doradía mostrando a Ambrosio— y de este modo en la noche de Balma habrá un lucero donde apenas hubo un indigente.

Ambrosio abre los brazos y siente descoserse las sisas. Tiene el cuerpo cohibido, como si la chaqueta lo contrajera con igual amedrentamiento.

—Prometiste buscar al zorro —le dice Cala, a quien su madre acaricia la cabeza—. El anillo de compromiso de la Doncella Reluciente me lo va a bendecir Su Santidad. Se lo quitas al zorro y le dices de mi parte que yo no soy la ratita presumida ni mucho menos. Yo voy a Roma de mucama del papa y me caso con un guardia suizo.

Ambrosio llega a la puerta del almacén, el saco le pesa demasiado, no logra ponerlo al hombro, lo arrastra.

—¿Es que no vas a decirle adiós a don Eugenio?… —le reclama Casimiro, con la voz dolorida.

—Déjalo —conviene Doradía—. La noche tiene demasiadas emboscadas y a Ambrosio todo el mundo le lleva la delantera. Es mejor que el destino le ate los cordones de las botas, nunca se sabe si es Dios o el Diablo quien pasea en la silla gestatoria. Don Eugenio se durmió como un lirón.

La soledad de los perdidos
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