113.

Dos ánimas hacen un dúo que se estira y repite en el disco rayado como si en el purgatorio nadie distinguiera el ruido y las voces. El disco se extingue entre los suspiros entrecortados que provocan algunas respiraciones somnolientas, cuando Ambrosio logra apaciguar los espasmos que contraen el pecho de Carpo, casi desmayado entre sus brazos.

En la oscuridad de la Cripta se escucha el golpe de la puerta al cerrarse y en seguida el chirrido de la llave en la cerradura.

—Nos cazó —dice Carpo, que hace un esfuerzo para incorporarse, mientras Ambrosio le ayuda.

—Estate quieto un rato, no te alteres.

—Era lo que nos faltaba. Un pie en el purgatorio. La pereza de haber ido al más allá sin comerlo ni beberlo. Usted sabe mejor que nadie cuál es el peor agujero de la noche.

Carpo se serena, respira hondo, se lleva la mano al pecho, da unos pasos en la oscuridad, todavía apoyado en la mesa.

—No sé qué hora marcará el Meridiano de Greenwich, pero en cualquier caso no será muy distinta a la que sobrellevan los cautivos.

—Ese hombre tiene que volver. No puede dejarnos aquí tirados. El respeto a las ánimas no se lo va a permitir.

—Ya demostró las intenciones con el sobrino, se le vieron las maneras. Lo iba a sepultar. Le dije a usted que la religión es peligrosa. Yo, que no soy ateo, la tengo por el veneno en vez del opio. Lo iba a sepultar, para que expiara y expirara, tuviese o no el consentimiento, fuese o no fuese él quien quisiera, aunque el tal Corvino sea un pájaro sin plumas. Menos mal que cobramos.

Es difícil orientarse en la oscuridad. Ambrosio acompaña a Carpo, dando la vuelta completa a la mesa ovalada.

—El homicida —musita Carpo con sorna—. Ya ve usted en lo que se resumen las inclinaciones criminales. Una eyaculación que no se administra bien, un gilipollas que se corre antes de tiempo. La vida vale mucho más que la copulación, sea buena o mala, y el cristianismo tiene la obligación de avalar no sólo la higiene del alma, también la del cuerpo. El organismo necesita las adecuadas lavativas.

Ambrosio sujeta de nuevo a Carpo.

—Me parece que se te va la cabeza —le dice—. ¿Quieres callar la boca? Voy a intentar dar con la puerta. Habrá que pedir auxilio.

Carpo Expósito respira hondo. En los pulmones resuena algo parecido a una cacharrería que se rompió y quedó tirada por el suelo.

Ambrosio alarga los brazos, tantea con las manos en la oscuridad, no tarda demasiado en tocar la pared, y sigue el rastro de la misma hasta encontrar el quicio de la puerta. En las manos le resudan los pigmentos con que las ánimas componen el friso del purgatorio, y que la humedad va borrando sin que, al parecer, hayan logrado todavía la necesaria purificación.

—La puerta está cerrada —corrobora Ambrosio, comprobando que la manija apenas se mueve.

—Las tinieblas —dice Carpo, con el desánimo en la voz—. Las que llenan la mente del condenado para que la confusión lo reprima. Las que vierten el desaliento para desnortarlo y reducirlo a la mínima expresión. Usted sabe de sobra lo que en la noche más se echa en falta…

Ambrosio pega el oído a la puerta.

—Se escuchan pasos.

—Viene el verdugo —dice Carpo, ya más lloroso que desanimado—. El reo estira el cuello. La cabeza alta, pase lo que pase. Pero la procesión va por dentro.

—Calla, por Dios, déjame escuchar.

—Pobre Corvino, a fin de cuentas. La hombría de bien, el pesar de los débitos conyugales, la tristeza de un coito irresoluto. No es raro que el homicida esté compungido y borracho.

La llave escarba por fuera en la cerradura. Ambrosio se hace a un lado. La puerta se abre con dificultad, y al tiempo que lo hace el gramófono arrastra de nuevo unas notas rayadas que acompañan al dúo en que las ánimas repiten el estribillo de la copla.

La soledad de los perdidos
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