164.
—Un hombre al que se le ve en la cara la desdicha, y en las manos que le tiemblan el miedo, y en la dificultad para desnudarse la contradicción. Una, que ya ha visto de todo en la vida, se queda confusa y encoge los hombros. Lo único que se me ocurre es encender la radio y poner un poco de música.
—El peor cliente.
—El que menos interesa.
—El que ni siquiera lo es y, en tal sentido, quien más problemas puede acarrear.
—Nosotras en el Corcel cerramos la puerta no ya echando la llave sino el cerrojo. A los que llamaban les decíamos que estábamos en cuarentena, que era la contraseña para que entendieran lo que les diese la gana, pero suficiente para que no se pusiesen pesados.
—Con Vilma y Carótida hicimos lo mismo. Ellas dos y las tres que frecuentemente acudíamos de retén. Las cinco juntas. Pero con una diferencia en lo que dices. Cerramos pero con la impedimenta dentro. Dos reclutas del reemplazo que llegaban del Cuartel. Los habían tallado, no daban la medida y, además, eran estrechos de pecho. Pensaban que no los iban a llamar a filas, pero tenían las cartillas de alistamiento en los bolsillos. Ésa fue la impedimenta con que nos encontramos al cerrar el establecimiento, no sólo con llave y cerrojo, también con candado. Los reclutas eran primos hermanos y se nos habían escondido en la despensa.
—El hombre ni siquiera se metió en la cama. Quedó con la camiseta, el calzoncillo y los calcetines. Quiso doblar el pantalón pero no pudo; en los puños de la camisa tenía unos gemelos, y menos mal que la camisa le quedaba grande, se le salían los brazos por las mangas. Yo fumaba un pitillo mirándolo, cambié de emisora, la música era clásica, un rollo patatero.
—No hay cliente peor.
—El que menos interesa, tal como te dije.
—Los primos resultaron ser unos gandules. En la despensa hicieron lo que les dio la gana, sobre todo con el anís y la mortadela. Tardamos un día en darnos cuenta de que el ruido que venía de allí no era el de los ratones. También habíamos cerrado las contraventanas del salón y de todos los cuartos. La casa estaba a oscuras, no encendíamos la luz, sólo la vela en la cocina, encima de la mesa y del hule. Vilma y Carótida aguantaban el tipo, pero las del retén estábamos hechas un manojo de nervios. Por la tarde se escucharon las sirenas, algunos disparos en la calle, una explosión.
—Se acercó a la cama, se sentó a los pies. No cruzamos palabra, a mí no se me ocurría nada que decir, y él estaba claro que tampoco iba a hablar. Le miraba con los brazos cruzados, pero sin hacer ningún gesto de impaciencia o disgusto. La verdad es que estaba cansada, podía darme la vuelta, apagar la luz, dormir un rato. Y entonces en la radio se acabó la música, cuando cantaban un bolero. Se escuchó un ruido, las ondas se mezclaron o una lámpara parpadeó para fundirse. El himno sonó más alto de lo que el volumen de la radio daba de sí. Iba a cambiar de emisora cuando el hombre se puso de pie, el discurso que se oía con tantas dificultades parecía una arenga, como si el que hablaba tuviese una trompeta en la boca.
—Había que echarlos fuera como fuera, tenían una trompa que no se mantenían de pie. Menos mal que Carótida tomó cartas en el asunto, Vilma estaba derrengada, y nosotras tres no éramos capaces de mover un dedo. Los reclutas habían estado con nosotras, y Vilma nos culpó de que siguieran allí. Cómo demonios no os disteis cuenta de que no se habían ido, decía hecha una furia. Tuvimos que hacer de tripas corazón para ayudar a echarlos, menos mal que el anís nos echó una mano. Carótida los empujó mientras nosotras sujetábamos la puerta y evitábamos que volvieran a entrar.
—Entonces el hombre volvió a vestirse.
—Menudo cliente.
—Dejó un billete de cien pesetas encima de la colcha. No se despidió. En la radio seguía la arenga, y no había modo de cambiar de emisora.
—Se fueron o cayeron escaleras abajo, apenas nos dio tiempo a cerrar otra vez. Si llegaban al Cuartel en aquellas condiciones les iban a dar para el pelo, pero como días más tarde supimos no llegaron. Un cliente comentó que en la Avenida Badiola, allí cerca, había dos reclutas muertos en el pavimento, con la cartilla de alistamiento en la boca.
—A este hombre, así es la vida, volví a verlo cuatro años después, precisamente en el Corcel, cuando empezó a funcionar en la Calle Hospedería. Entonces se desnudó con decisión, sin miedo ni temblores ni desdichas. Se metió conmigo en la cama y me dijo al oído que me daba las gracias por haberle salvado la vida. Cuando se puso encima de mí y me abrí de piernas, me penetró como si me crucificara.