49.

—La vida se paga con esa inconsciencia que es más propia de la muerte. A la vida hay que sostenerla, y no queda más remedio que ocuparse de ella y mantenerla vigilada.

—No será entonces el mismo caso que cuando te la roban sin previo aviso, al primer descuido.

—No me refiero al peligro o al acecho, me refiero al bien que supone y al cuidado que necesita.

—No se puede estar todo el día con el ojo avizor. La vida es un río navegable, y la confianza en la navegación resulta imprescindible para que el río te lleve apenas con el sosiego de tener a la vista las orillas. A lo que aspiras es a la tranquilidad de los bienes y los afectos. También a dormir sin que nada te altere o a echar la siesta cuando en el estómago sientes la misma serenidad que llenó el espíritu, quiero decir que la conciencia está quieta porque reposa.

—Es curioso oírte decir eso, sobre todo estando como estoy tan de acuerdo. La conciencia reposa. La siesta solía echarla en un sillón del salón de la casa de mis padres. Le tomas aprecio a un mueble y no cambias por nada el placer de sentirte estirado en él como si no hubiera otro hueco en el mundo o nada pudiese cobijarte mejor.

—Una silla de palo donde me sentaba a echar un pito. El límite del equilibrio, ya que tenía rota una de las cuatro patas.

—La esquina del escaño, en la cocina de mi abuela materna. Un cojín, el hule que cubría la mesa y en el que apoyaba los codos. La cara la sujetaba con las manos y, mientras mi abuela y mi tío Julio hablaban de cualquier cosa, yo me iba adormeciendo. El gato saltaba al respaldo del escaño, se aferraba a la pared, me miraba atónito. Yo podía llegar a soñar que mi abuela y mi tío se habían desvanecido en las voces, de tal modo que los cuerpos de ambos flotaban disipados. Me despertaba sin que nada hubiera sucedido. Cualquier palabra que resonaba en la cocina con el eco de las voces confundidas, el gato que volvía a saltar…

—La conciencia reposa, es verdad. El río tiene las aguas mansas y las orillas amparan lo que ves. Me hacía un hueco en el sillón porque siempre me tumbaba en la misma postura. Dormía más o menos tres cuartos de hora, luego me levantaba, me aseaba, volvía al despacho.

—Tampoco olvido una cama turca que abría mi novia después de cerrar la persiana, y siempre con el vano intento de que no echara de menos las sábanas y me acostumbrara sin protestar a la manta cuartelera.

—Ésa es otra situación, no hablamos de las ocasiones en que el provecho estaba por encima de la conveniencia. El suelo mismo o el pasillo a oscuras, sin que la manta hiciera falta para nada.

—Dormí a gusto mucho tiempo. La conciencia, el río, las orillas y la digestión. Mis padres tenían un reloj de pared que daba las horas como si no hubiera nadie no ya en la casa sino en el mundo. Las horas que sonaban en la inmensidad del espacio, donde el tiempo ni siquiera debe existir. Esas horas que nada tienen que ver con la vida y que, sin embargo, en el momento menos inesperado, parecen las de la muerte, las que anuncian o miden o vaticinan lo que se acaba.

—No te entiendo muy bien.

—Fue la única ocasión en que no dormí cómodo. ¿Se alteró la conciencia, no estaba quieta, no reposaba?… Cuando abrí los ojos pude oír las campanadas del reloj. La casa estaba vacía, no había nadie, supongo que mis padres tenían alguna obligación. Tardé en asearme, las ganas de volver al despacho se me habían quitado. Salí del piso, bajé las escaleras, llegué al portal. La siesta me dejó la sensación del estómago sucio. Los que me esperaban para llevarme no hicieron otra cosa que ponerse a mi lado.

La soledad de los perdidos
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