22.

El oficiante se mueve nervioso en el altar.

En algún momento alza la casulla para liberar los brazos y las manos y cuando Ambrosio cree que se vuelve con la intención de bendecir y dar por finalizada la celebración, alguien le requiere desde el banco de atrás.

—¿Usted sabe si con esta misa se cumple el precepto?…

Es una mujer enlutada, de cabello gris recogido en moño. Sujeta en las manos un misal y tiene el velo prendido en lo alto de la cabeza.

—No lo puedo asegurar —dice Ambrosio sorprendido, mientras comprueba que el oficiante da un traspié y está a punto de caer por las escaleras del altar.

—Son tan pocas las ocasiones de oírla —dice la mujer suspirando—. Tan pocas y tan raras. El Escapulario lo tienen completamente desatendido, el agua de la pila bautismal es de lluvia y las reliquias del ara no son de fiar, ya sabe usted que los dos ladrones del Calvario eran de la misma catadura.

El oficiante se quita la casulla y la deja en el altar. Ambrosio lo ve bajar las escaleras con la presteza del Cojo y reconoce al hombre que le tiene contratado.

El Cojo jamás dijo cómo se llamaba. Sigue siendo la figura volátil que le ataja algunas noches en el Galpón y en el Galimatías, con la confianza de un entendimiento sin suspicacias.

Ambrosio sabe lo que tiene que hacer los días de la semana que en la iglesia se enciende la vela, exactamente los martes y los viernes si no hay novedades, y cumple las entregas de acuerdo con lo establecido.

—El cura es de verdad. No se trata de decir misa, pero sí de que las apariencias eviten las sospechas. Un cura que sufrió los gajes del oficio y se quedó a verlas venir. Perdió la fe pero no se quitó de encima ni la esperanza ni la caridad… —le había dicho el Cojo.

El oficiante le hace alguna indicación a Ambrosio según camina igual de veloz hacia el atrio, y Ambrosio duda en acercarse al altar para recoger el paquete del sagrario o ir tras él por si tiene algo urgente que decirle.

Nunca el Cojo estuvo en el Escapulario, siempre ofició el cura verdadero y en muy raras ocasiones tuvo Ambrosio la compañía de un feligrés.

—El Cristo del Desprendimiento está, como usted sabrá, desahuciado —dice la mujer a sus espaldas—. Lo pueden hacer leña porque ni siente ni padece. La madera de Dios se vuelve como la encina o el roble de la que procede. Yo le juro que no enciendo la estufa, pero un día del pasado invierno llevé a casa con intención de atizarla el brazo de ese pobre crucificado.

Ambrosio se pone de pie, arrastra el saco.

—Si el precepto se cumple, estamos contentos. La plegaria más barata es la de quien madruga, y usted y yo asomamos más pronto que nadie. La pena no es ver desahuciado al Cristo sino a la santa Colunga desaparecida. Una hornacina de tanto respeto en lo más vistoso del templo y sin que ella la ocupe. Esa santa es la mediadora entre la codicia y la renuncia. Si la viese por casualidad, le rogaría que le diese recuerdos de Emilia Cema, fui muy devota suya.

La soledad de los perdidos
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