124.

Son los sollozos de Vladimiro lo único que se escucha en la penumbra de lo que Ambrosio imagina como un desastrado calabozo donde se fueron amontonando los enseres inservibles del inmueble, como si en la confusión de los sucesivos inquilinos permaneciera un rastro de la inutilidad de sus vidas: lo que se desecha de lo que no merece ningún aprecio, de modo parecido a lo que se condena en el olvido y sufrimiento del preso que tampoco necesitó sentencia.

Lucina está a su lado, y cuando al cabo de un rato se abre de nuevo la puerta del cuarto que devuelve el ramalazo de la luz roja y gualda, la niña retoma la mano de Ambrosio con cierta crispación.

—Las nalgas del Centinela están desinfectadas y limpias —informa el doctor Centeno, que sale seguido por el ayudante que transporta con sumo cuidado la palangana—, lo que no quiere decir que no persista el dolor, por mucho que en la virtud heroica sea asimilado con parejo sufrimiento por la patria, al que el Centinela nos tiene tan acostumbrados. Ahora hay que dejarlo que repose. Vamos a ver si la sal no interfiere con la sangre en la tensión arterial, ni apreciamos episodios preocupantes del tejido nervioso. Hay que andarse a la chita callando, y el que insinúe siquiera haberle visto el culo al Centinela ya hizo las diez últimas.

—Mantendremos montada la vigilancia hasta que se concreten las órdenes y las consignas… —dice el hombre que se cuadra tras volver a dar una patada a Vladimiro, cuyos sollozos derivan en un hipo incontenible.

—La ciencia ya hizo lo que debía, ahora deberán actuar las autoridades, pero sin precipitación y con sigilo. Y lo primero de todo, hagan ustedes el favor de quitar del medio a ese desafecto. Jamás en esta urbe alguien hizo un uso tan indebido de un arma reglamentaria, y eso que en Balma últimamente no se escuchan más que tiros por la culata. Nosotros nos vamos a tomar una copita, que bien merecida la tenemos. En cualquier caso, no asomamos la gaita más allá del Mediavilla, si hay novedades, avisan, y ya saben que si te he visto no me acuerdo.

—Tengo el corazón en un puño… —musita Lucina, cuya mano tiembla en la de Ambrosio.

—Que pase la niña ciega —indica el doctor antes de salir—. Ahora ya puede predecirle al Centinela lo que sea de su gusto.

A Vladimiro lo sacan los dos vigilantes que vuelven de sus puestos para llevárselo, sin que al guarda se le corte el hipo.

—Caña y candela… —pide el doctor, que desaparece con las prisas de quien no debe de estar muy dispuesto a volver—. Lo que esta noche se cocina en el trece del Racimo no tiene parangón con lo que los hermanos Abadía hicieron hace seis años en el desván del inmueble. La yugular de un jefe de Abastos, gota a gota hasta el último latido de la piltrafa.

Lucina se asoma al cuarto donde yace el hombre en el jergón, boca abajo, con las nalgas tiznadas por el color amarillento del yodo. Ambrosio quiere desasirse de su mano, pero ella no se lo consiente.

—No me dejes sola… —le susurra.

Entran ambos. La puerta se cierra tras ellos. La luz de la lámpara y de la bombilla entrecruzan sus tonalidades rojas y gualdas, pero en el cuarto apenas persiste una iluminación de bandera ajada que en la cabeza de Ambrosio se aferra a la imagen de alguna cartelera del Cine Profundidades, en la que un cuerpo yacente está envuelto por el paño de la enseña con la que sus correligionarios van a enterrarlo.

El hombre mueve ligeramente las piernas y en seguida emite un gemido.

—La pena mayor del mundo —dice Lucina, que se despega unos pasos de Ambrosio— es la de la sangre derramada inútilmente.

—¿Eres la niña que predice en Balma lo que no puede saberse en ningún otro sitio?… —inquiere el hombre, que alza ligeramente la cabeza y tiene una voz atiplada.

—La misma que pudiera serviros, si el Centinela de Occidente no ordena otra cosa.

—Dime entonces si lo que más me conviene es ser Centinela o Caudillo…

—A la patria le vendría mejor el caudillaje, pero el mundo necesita que el portador de valores eternos no se contenga en el egoísmo de las fronteras. Hay que encender la mecha de Occidente, mantenerla despierta, velar para que no se expanda el materialismo agropecuario.

La soledad de los perdidos
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