115.

—No viene Dardo, no sé si Ereda es la hija o la nuera. De Dardo tengo la idea de un sobrino que se fue de Balma cuando empezaron los líos, o de un pariente que echó a perder la hacienda jugando en el Casino. Los hombres que se juegan las pestañas, las mujeres que se pintan demasiado.

—La que más me extraña es la hermana Corona, ésa no falla. La veo como una locomotora, todo el día trajinando. Lo que no hagan las monjas, no lo van a hacer las novicias que jamás dieron la cara, cuando más se las necesitaba desaparecieron.

—Pusieron pies en polvorosa. Iban una detrás de otra. Ni siquiera se quitaron el mandil. La juventud es la rama más alocada del árbol que creció en el patio.

—Era un castaño.

—Se equivoca usted. Era un nogal.

—En cualquier caso, las nueces o las castañas se asaron en la misma explosión. La media docena que quedaba en el suelo estaban abrasadas, y no hubo modo de pelarlas o cascarlas. Tampoco merecía la pena.

—No todos los frutales arden de la misma manera.

—Tampoco los frutos tienen igual sabor. Yo lo que mejor distingo son las legumbres. Las judías, los garbanzos, las lentejas. Ya no me acuerdo quién las ponía a remojo. Me parece que en la cazuela donde tenían que cocer se cayó una piedra, o había un gato que saltaba sin ningún cuidado sobre la chapa de la cocina.

—Dardo debe de ser el hombre que recoge la basura. A Ereda le pusieron un diente de oro. A la chica que se asomaba a la ventana cuando sonaba el chiflo del afilador se le había caído el mismo diente. No sé si el oro vale lo que valía en aquellos tiempos, cuando yo me peinaba con la raya al medio.

—Si no sube la hermana Corona es que no se lo permite la Congregación. No hay otra explicación posible. Ella es una locomotora, todo el día trajinando, y nunca nos sirvió el café frío. La leche puede quemarse, si la cocina ardió con lo que ayer cayó encima, pero el café frío no se le ocurre servirlo. Esa monja no se arredra. Las novicias pondrían pies en polvorosa, pero hay madres que aunque les caiga una viga en la cabeza siguen fieles a la caridad. Las Madres Consoladoras, las más devotas, no lo duden ustedes.

—Se equivoca con ellas, perdone usted que se lo diga. No son las Consoladoras, son las Adoratrices.

—Igual devoción. El mismo miramiento para los recados. Los mayores cuidados que se necesiten para con nosotros los ancianos. Siempre las manos dispuestas y una atención caritativa. Todas se ganaron el cielo mucho antes de nacer.

—Ambas están equivocadas, queridas señoras. Son las Hermanas Misericordiosas, de la Orden de la Beata Nordicia. Los votos serán los mismos, pero unas y otras tienen su genio y su templanza. Las que más rezan se quedan en la clausura, mientras las demás limpian y hacen la colada y nos lavan y nos peinan. Otra cosa es que ahora llevemos tres o cuatro días sin que nos aseen y nos den de comer.

—Yo no sé por qué huele de esta manera. El olfato no lo tengo en cuenta y el oído me silba sin que suene otra cosa. A ustedes las oigo como si estuviesen calladas. No entiendo que lo que me cuesta moverme sea casi tanto como lo que me cuesta pensar lo que hago aquí. Huele a chamusquina.

—Si la hermana Corona no viniese, acaso podría hacerlo la hermana Cata. Con otra parsimonia y las cuentas del rosario más sobadas que las pastillas que me da para el reuma. Ella disfruta más con los misterios gozosos que con los dolorosos, pero para el sufrimiento siempre tiene una receta.

—Alguna de nosotras tenía que ir a echar un ojo por el pabellón. La que todavía se espabile o la que mejor sepa calzarse. Una Comunidad no perece porque se le pase la hora entre las oraciones y el recogimiento. Yo no sé el poder que tiene el Diablo para barrer con el rabo lo que una escoba deja sin limpiar. Hermanas o madres, la misma causa.

—Hermanas.

—Madres.

—Los hábitos no las distinguen, ni los mandiles y los delantales.

—Ellas son siervas de Dios, en cualquier caso.

—¿Y nosotras?…

—Acogidas. Con la mejor intención y el mayor desprendimiento. En la casa donde servía perdí el norte. No supe si era la abuela o la hija o la sobrina que se hizo mayor metiendo las manos en el agua sucia del fregadero.

—Sería usted un familiar.

—O alguien del servicio doméstico.

—Estoy acogida. Me santiguo y doy gracias a Dios. Si ustedes se callaran, podría seguir durmiendo un poco.

—Nos callamos, no se preocupe. Hasta que venga alguien o se caiga finalmente la otra pared.

La soledad de los perdidos
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