171.
El niño malo merodea alrededor de la farola. Es un fantasma diminuto que, a cada vuelta, se encoge en la niebla como si se arrugara.
Ambrosio piensa que puede desaparecer igual que el recuerdo que lo rescató de su desdicha para retardar lo que la infancia le prometía y que jamás podría cobrar cuando esa infancia terminara: el futuro de una existencia que ya no era suya.
—Yo no tengo otro débito que el de vivir lo que me corresponde, lo que me cayó encima —decía Carpo Expósito—, y ya nada le pertenece a este mocoso que todavía, después de tanto tiempo, quiere lo suyo, como si lo suyo no se hubiese acabado, y él mismo no fuera otra cosa que un raquítico pensamiento o un desdichado recuerdo.
—Lo que quiero decirle es que Carpo y yo hemos tarifado, ya ve qué pena. Carpo me ha mandado a la porra, rompió la baraja. Ahora él tiene los pulmones reventados, y el mal humor del que está en las últimas. Esta noche le dieron para el gasto, dos o tres palizas, todas ellas bien merecidas, no lo dude. Me insultó, quiso zurrarme. Enciende cerillas y escupe sangre, no hace otra cosa.
Ambrosio tiene la intención de llevar la mano a la cabeza del niño malo. No se trata de una caricia, sino de una comprobación. El fantasma tiene mojado el pelo.
—Me quitó el saco.
—Es verdad —dice el niño malo—. Lo quería para cargar y disimular la plata del robo. No hay trapacería ni engaño que no haga. A mí me ha dado muy mala vida, ya lo sabe usted, y ahora me tira por la borda y si te he visto no me acuerdo.
—¿Qué hizo con el saco?… —inquiere Ambrosio muy enfadado.
El niño malo se apoya en la farola y suspira con desaliento, como si el suspiro estuviese a punto de recobrar el llanto de su orfandad.
—No se lo puedo decir. Cuando volvió a donde había escondido la plata comprobó que ya no estaba, se la habían llevado. Carpo no tiene dos dedos de frente, usted lo sabe. Lo que arriesga para afanar lo que sea lo echa a perder con el descuido y la mala cabeza. ¿Dónde cree usted que había escondido la plata?
—Ni lo sé ni me importa.
—En el retrete del Barandales, igual que el alijo en el retrete de la Verja, siempre lo mismo, donde primero se le ocurre y mayor riesgo existe para que se lo quiten. En la Vela del Descarriado nunca hubo mayor sospechoso que él, todas las bofetadas le venían del mismo sitio.
Ambrosio vuelve a mirar al niño malo, y ve en sus ojos el brillo fantasmal de una lágrima que no se confunde con el goteo de la niebla, como si el propio cuerpo, encogido y estrujado, la hiciese brotar con el alivio de su necesidad. El niño se lleva la manga del jersey a los ojos y limpia la lágrima, al tiempo que vuelve a suspirar.
—Si usted quisiera pedirle que no me haga esto, que no me deje tirado, que se avenga a tenerme con él —suplica el niño malo— no sabe lo que se lo agradecería.
—¿Estás seguro de que no tiene el saco?… —quiere saber Ambrosio.
—No sé lo que hizo con él.
—¿Dónde está Carpo?…
—Aquí cerca, en un portal. Ya le dije que ahora enciende cerillas y escupe sangre.
—Vamos a verlo —decide Ambrosio.
El niño malo viene a su lado y de nuevo quiere darle la mano, que Ambrosio rehúsa.
—Es el portal de una casa que no tiene tejado. A nadie se le ocurre calentarse con las cerillas, pero él se quema los dedos y luego sopla. La sangre la escupe cuando deja de toser. Yo quiero volver con él, aunque a lo mejor lo que tiene que hacer es ingresarse en el hospital para que le echen un remiendo.