174.

—Nadie aguanta de este modo tanto tiempo. Los que van y vienen, los que andan y ven y oyen, se entretienen de otra manera. Lo nuestro es la auténtica postración, aquí no se mueve ni una mosca.

—No quiero quejarme de vicio, ni que nadie se altere ni advierta que puedo estar incómodo. La razón de esta quietud es la misma que la de la tranquilidad del corazón y la conciencia. Hace ya tanto tiempo que las horas no tienen sentido, es igual que si la noche se paralizara o que al reloj se le hubiesen caído las agujas.

—Es porque te resignas, y de eso se trata, de que estemos resignados. Lo que nos cayó encima no es un castigo, es una imprevisión o un contratiempo. Nos cayó encima porque estábamos en el sitio justo para que así fuese, le podía haber sucedido a otro cualquiera. Tampoco es una fatalidad, es como digo: una mera circunstancia.

—Te haces un lío y, además, te amargas la existencia. Yo he visto la claridad como un cristal empañado o un trapo sucio y no tengo de ella ninguna nostalgia. En lo oscuro, aquí quieto, siento el sosiego de lo que no me conmociona, la beatitud de lo que se me derrite en las venas. Hay que valorar estas emociones, la sensación de haber quedado suspendido entre las dos orillas, y también entre el bien y el mal.

—Muy sencillo, muy fácil. Sosegados y sin ningún atisbo de la angustia con que nos colgaron. La cuerda al cuello y suspendido el ánimo. La mano que apretó la carótida. No olvido el vaivén del vientre y las piernas colgadas como dos palillos. Si al menos el sueño reconvirtiera la pesadilla en un reflejo humano.

—Puedes levantarte, nada nos lo impide. Das una vuelta alrededor de ti mismo y has bordeado el mundo y el abismo que lo cerca. El vértigo te ayudará a calmarte. No hay ningún bien en la cabeza que no sea susceptible de estallar, nada de lo que convenga apropiarnos. Ahora somos buenos o, al menos, bondadosos, eso no podrás negármelo.

—Para engañarnos, como beatos o bienaventurados, pero no como criminales. Daría todo lo que fui, lo que me correspondía y lo que quité o me robaron, por salir fuera, ver, andar, pararme en la primera esquina a imaginar lo que pudiese aguardarme en la siguiente.

—La punta de un hilo. El cabo suelto de la cuerda. Ni te mece el viento ni las estrellas te incordian. Hay una habitación que no tiene paredes. El firmamento es el suelo en el que pisas, la tierra el cuenco vacío donde enterraron los pensamientos. Te quejas de vicio.

—Me quejo de espanto. No me acomodo con esa facilidad con la que tú te avienes para estar apaciguado, como si nada quedara de aquel espíritu voluntarioso que te llevaba y te traía con igual inquina que desesperación. Iba detrás de ti o a tu lado, y no necesitaba levantar la cabeza para secundarte cuando apretabas la piedra con el puño. El bien era una encomienda mucho más comprometida y valerosa que la bondad.

—Un paso errado te lleva al abismo. Caerás de cabeza, quedarás colgado por un pie. La cólera se deshacía cuando la piedra se convertía en arena. Caerás de cabeza, luego no te quejes.

La soledad de los perdidos
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