51.

Carpo y Ambrosio caminan con dificultad. Al cristalino empañado de Ambrosio lo desorientan los pasos bamboleantes de Carpo, y la voz de los dos hombres que resuena tras ellos sin otra indicación que la vigilancia. Los oyen como el rumor de una confidencia amañada.

—Yo te digo, Colindres, que en Balma no hubo otra diosa parecida. Pones en fila india a las santas de todas las hornacinas y no le llegan a la suela del zapato. Una diosa que nada tiene que ver con el pecado original ni con el cristal de las medias.

—No te lo niego, Maroto, puede ser tuya la razón, pero el percal de las diosas me peta menos que el color de los ojos y el matiz de las pestañas. Yo soy muy mío en las apreciaciones. Diosas, vestales, mujeres del frío o del calor. Lo mismo me sucede con el oro y la plata.

—No te confundas, Colindres. No hablamos de mujeres. Ella era una estrella fugaz, el Olimpo se le quedaba corto y el Paraíso valía lo que el vuelo de una mosca. No te vayas por las ramas. En Balma no hubo otra comparable.

—Cada cual tiene su querencia y su medida, y no voy a acordarme de lo que supuso en la Condonación la hija del hebreo o la sobrina del musulmán en la Corona, por mucho que se contradigan las religiones y las naturalezas. Diosas o mujeres hasta donde Jehová o Mahoma se atengan. La plata tiene el brillo helado y el oro un rayo calenturiento, algo así como la luna y el sol para ser más exactos.

Carpo da un traspié y el cristalino empañado de Ambrosio se resiente.

—Rectos —ordena la voz del hombre del tabardo, que cambia de tono cuando se dirige a ellos—. Al tendejón sin rodeos, que ya anduvisteis bastante a vuestra bola. Ahora lo que toca es la normativa de la Comisaría de Abastos.

—Estáis jodidos —dice el niño malo desde una distancia que Ambrosio no calcula—. Estoy metido en el saco, no quiero saber nada más de ese mequetrefe, voy a independizarme. Ni quiste ni esquirla, la pupa de mi propia edad. Y no me delates porque la granada la llevo en la barriga. Hice acopio de ellas.

—Ella tiene un resplandor que no hay luciérnaga que lo contradiga. La luz de esos destellos siderales, Colindres. Lo que es propio de las diosas que hicieron el noviciado en las estratosferas.

—Que no lo niego, Maroto, que no se trata de eso. En la variedad está el gusto y en la simplicidad el regodeo. Y sé distinguir de sobra lo que entre la mujer y la diosa se destaca, no me pongo puntilloso. Tuve, como bien sabes, mal de amores, y el consabido desengaño. Las hornacinas las veo vacías y en el color de los ojos todavía me consuelo. Mujeres del frío o el calor, pestañas temblorosas, puede que no sea otra cosa que un enfermo sensitivo.

La voz de los hombres se diluye. Ambrosio intenta mirar hacia atrás.

—Ni se te ocurra —ordena el niño malo en el saco.

Llegan a la puerta del tendejón, que parece sostenerse desequilibrada, fuera del quicio.

—Con una patada se abre —dice el hombre del tabardo— y lo que hay dentro es lo que hay que cargar. Ahora viene Maroto con la carrilana.

Es Carpo quien da la patada a la puerta.

—Siete fardos, tres menos que ayer noche —dice el hombre del tabardo, cuya voz distingue Ambrosio como la correspondiente a Colindres en la confidencia que sostenían a su espalda—. El abastecimiento se calibra al milímetro, la Comisaría no tiene que preocuparse.

Es una camioneta destartalada la que se acerca con los faros apagados. Llega a la puerta del tendejón, hace una escueta maniobra para situarse.

—¿Y tú qué opinas, perillán —le pregunta Maroto a Ambrosio—, es la diosa la que en Balma no tiene parangón?…

Ambrosio alza los hombros y extiende los brazos, en un gesto de escepticismo.

—¿No te casaste con la que más suplicaba?…

—No era un novio al uso —logra decir.

—Pero ¿se te resisten más las hebreas o las musulmanas?…

—En la niebla no hay religiones ni naturalezas.

—Una estrella fugaz, perillán. Si hubieras tenido la suerte de ver las cimas siderales y el esplendor de lo que para nada necesita la carne y los huesos. Un sueño divino, una entelequia que ni tú ni Colindres podéis vislumbrar. ¿O no eres creyente?…

—Soy nacido en el monte.

—De la catadura de los fusilados, se te nota. La bala que te rozó la oreja me la comí yo en un rancho de lentejas.

—Los fardos los quiero bien ordenaditos, que luego las ballestas se resienten —advierte Colindres.

—Una diosa que hizo del Firmamento el barrio del amor platónico, lo que en Balma más se echaba en falta. Esparció la simiente del desinterés y la honestidad y sustituyó las aras y los altares por el fruto de un sentido sin más apetito que el de los sentimientos.

La soledad de los perdidos
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