120.
—Todos duermen, la casa es mía. En los cimientos hay una estrella de moho.
—Comparto la misma sensación. Soy un hombre desvelado que, al fin, es dueño de la totalidad de sus pensamientos, de sus emociones y de sus deseos. Nadie le interfiere.
—Puedo seguiros en la idea de que el sueño de los demás motiva su desaparición, ya no existen. Es como si el vacío de su conciencia procurara su extinción, aunque se trate de una mera coyuntura, precisamente lo que dure el sueño que los secuestra. No sé sin embargo lo que hay en los cimientos de mi casa, tampoco la siento como mía. No es un problema de propiedad.
—Es una sensación de plenitud. No hay nadie que se interponga en lo que parece un concierto de las emociones, los pensamientos y los deseos. La plenitud se corresponde con la dejación de los demás, con el hecho de que ellos no existen y, por tanto, no hay relación y mucho menos requerimientos o reclamaciones. Están dormidos, nada tienen que decirme mientras el sueño los enajena. La casa es mía. En mi habitación no hay otro movimiento que el de la oscuridad que mece la cortina. Estoy quieto. Los ojos abiertos revelan el sosiego de mi lucidez.
—¿Cuánto dura esa sensación, esa quietud, ese despego?… No sé si puede medirse en el tiempo. Los demás duermen horas, pero el cálculo que logro hacer de mi pacificación no obtiene resultado. Es un instante o la medida de lo que pudiera acercarse a la eternidad. Pero también tengo que deciros otra cosa: la casa es mía y en la totalidad de los aposentos duermen esos seres queridos que ya no lo son, que ya no existen como tales, que se disiparon en la extrañeza que supone su expulsión. Nada me une a ellos. Y lo que corroboro es que en los cimientos de la casa hay una estrella de moho.
—Sé que se trata de un juego de ilusiones.
—Puede que lo sea. Entre la lasitud o la plenitud, entre el sosiego y la lucidez, hay un círculo que ahonda en esta impresión de que la noche nos dejó, nos hizo suyos en una suerte de abandono que no tiene exigencias, y nuestro abandono se contrapone al sueño de los otros. Me parece que lo exagero, pero una parte crucial de esta especie de felicidad que hace vibrar el pensamiento y la emoción y el deseo proviene del abandono, de sentirte abandonado porque nadie te necesita ni a nadie necesitas.
—Son palabras que no buscan expresar nada concreto. Palabras que tienen el matiz de la propia oscuridad que se mueve con la cortina de la habitación, cuando en los ojos abiertos no existe el peso de ninguna imagen.
—Una estrella de moho. Podía compaginar la presunción de un firmamento que brilla en lo alto, con la corrupción de esa sustancia orgánica que tiene un reflejo estelar en el subsuelo, donde los cimientos de la casa sostienen su entereza y su deterioro.
—También debiera deciros que alguna vez, en alguna ocasión, se me cerraron los ojos y, al fin, no fui otra cosa que un durmiente más entre los que ocupan el resto de aposentos. No sé si el instante se fundió con la eternidad o había alguna equivalencia entre lo que a ellos les sucediera. La lucidez podría llegarles cuando yo la hubiese perdido. Entonces ellos eran los soñadores y yo el desaparecido.
—Es un trance, no le demos más vueltas. Gastamos demasiada saliva para expresar lo inaprensible. No sois los mejores compañeros para compartir una experiencia de esta índole. Los trances se cuentan con dificultades. El intento de contarlo todo, de llegar a confesar hasta lo más íntimo y lo más ínfimo, es inocuo. Hubo un rapto de lucidez, eso sí, pero acaso más de ilusión que de lucidez, en que me sentí reconfortado. La casa era mía, como decís, y todos estaban durmiendo, todos se habían extinguido en el sueño, no quedaba nadie. La estrella de moho no me la imagino.
—Es una emoción que si fuera sincero os diría que me acerca a la muerte. ¿Qué idea tenemos de la misma que no sea compatible con lo que estamos diciendo?…
—Abrir los ojos, cerrarlos.
—Y si ya nadie queda en casa, ¿quién vino o qué sucedió cuando la oscuridad dejó de mover la cortina y en los párpados hubo un temblor que parecía predecir un estremecimiento en los propios cimientos, la percepción de lo que se hunde, el vértigo de la caída?…
—¿Es que lo estás escuchando?…
—Nadie se extingue sin un suspiro.
—Muchas veces los dormidos son los muertos.
—Es mejor no atormentarnos.
—No hay nada más inútil que la voz que repite lo que nombra la desgracia.
—Es un modo de entretenernos, aunque apenas sirva para conocernos mejor y ayude a consolarnos. Tampoco le demos demasiada importancia.