14.

Los hechos más importantes en la vida de aquel muchacho, que estaba atada a la de un niño que pervivía en su cuerpo y en su espíritu como un quiste o una esquirla, estaban señalados por las correspondientes bofetadas.

El recuerdo más remoto, entre los que eran imposibles de rehuir, no concretaba una imagen sino un sonido: el vértigo de una mano que estallaba como un proyectil y alcanzaba algo más que el carrillo y el oído, parte de la cabeza, retumbando el golpe hasta el mareo de su propio eco.

Un sonido que nada amortiguaba en la lejanía del niño que probablemente había buscado un equilibrio extremo para mantenerse en pie y después, como el combatiente que asomó la cabeza en la trinchera y recibió el impacto, buscó dónde asirse, en el vano intento de sujetar el dolor o de contribuir a que el daño se diluyera en el aturdimiento.

—Mi padre no era mi padre… —decía el muchacho cuando, en el hilo narrativo de alguna confidencia, en el aburrimiento compartido con otros compañeros, el cansancio facilitaba las palabras—. Tampoco mi madre lo era. Viví con un hombre y una mujer que nunca fueron los mismos, cambiaban cuando menos podía pensarse. El que salía de casa no era el que volvía y, en más de una ocasión, el que me llevaba por la calle, siempre tres pasos detrás de mí, mientras yo pedía una limosna con el llanto que había ensayado, no regresaba conmigo, venía otro para llevarme. Todos los que me tuvieron cerca, de una u otra manera, me dieron collejas y bofetadas. Luego, cuando ya estaba en el Hospicio, hubo algunas visitas: otra madre que ni siquiera recordaba o un padre que me iba a sacar la piel a tiras.

En doce bofetadas cruciales cabían aquellos primeros doce años que el muchacho recomponía y recordaba como el destino de un niño que fue y vino a muchos sitios sin llegar a ninguno, en un paisaje común de barrios y extrarradios y algunos sucesos especialmente peligrosos que, curiosamente, no se correspondían con las andanzas en manos de quienes lo controlaban, tantos padres y madres y acaso tíos o parientes innominados, sino con las suyas propias, cuando lograba desprenderse de cualquier mirada y se quedaba sin ninguna vigilancia.

—Así fue como me estalló la granada… —decía con la indolencia de quien cuenta un suceso al que se sobrevive por casualidad y que no deja otra cosa en el ánimo que el estupor de haberlo vivido.

El niño extraviado guardaba la granada entre la camisa y el pantalón, con la satisfacción y la codicia de quien hizo un hallazgo extraordinario. Durante muchos días, mientras pudo andar solo, haciendo sus incursiones por las escombreras o los basureros, mantuvo el secreto de aquella pertenencia, de la que adivinaba un riesgo y un valor enormes, y que a veces sujetaba en las manos sin que sus ojos lograran posarse tan asombrados como inquietos en ella. Los dedos le temblaban al sostenerla, y cuando alguno de los casuales acompañantes de aquellos días lo descubrió, sintió la misma perturbación de la bofetada o la amenaza de la denuncia.

Iba a salir corriendo cuando el proyectil se le fue de las manos y hubo un extraño movimiento y un brillo raro en el metal del mismo que hizo saltar al tiempo al niño tras la pared cercana, mientras el que lo había descubierto corría y gritaba como un descosido.

—Yo no la tiré… —decía Carpo, que recordaba al niño agazapado, y al tiempo del estallido una lluvia de piedras y areniscas, y el temor de lo que reventaba en la onda de la fuerza desatada.

—¿Cuántos días la llevaste escondida en la barriga? —quería saber uno de los que escuchaban.

—Cinco o seis.

—Los mismos que tardaste en quedarte sin ella, desgraciado. Con el agravante de que además de la barriga hubieras perdido las piernas y lo muy poco que entre ellas te colgase.

La soledad de los perdidos
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