15.
El niño que pervivía como un quiste o una esquirla en el cuerpo y el espíritu del muchacho no era un niño bueno.
Carpo podía hacer un reconocimiento preciso de la maldad que, poco a poco, creció en las intenciones y en las acciones del niño que había sido, no sólo con la voluntad animosa sino también en el resultado inconsciente de lo que al niño se le pudiera ocurrir.
—Fue aquel chaval enfurruñado y rabioso el que me llevó por el peor camino —le dice a Ambrosio—. Yo no puedo ser otro que el que quiso, aunque la vida que tuvo y que le dieron es la mejor justificación de lo que era.
La voz del niño supuraba la incomodidad y el desaliento en los sueños de Carpo, cuando en la multiplicación de los recuerdos se formaba un amasijo que envenenaba las noches hasta que lograba dormirse.
En el sueño Carpo caminaba detrás de él, y a la vuelta de todas las esquinas, mientras el niño iba solo o acompañado, sin que jamás lograra descubrir el rostro del acompañante, se volvía y le hacía un gesto de complicidad para que no dejase de seguirle.
Escuchaba su voz:
—Anda listo y no me dejes. Ven conmigo y no te olvides. Lo que veas no se lo cuentes a nadie.
Casi siempre sucedía lo mismo en el sueño.
A la vuelta de una última esquina no sólo desaparecía el niño, y su posible acompañante, también el relieve urbano se iba esfumando y lo que quedaba era una frontera de pavimento y paredes derruidas, con algún árbol seco que, sin embargo, mantenía las hojas vivas.
Carpo rebullía en la cama. El sueño desembocaba en una terrible desazón.
Volvía la voz:
—Lo que me debes tendré que cobrarlo. Lo que me quitas, lo que me robaste.
El niño alzaba la cabeza tras una de las paredes derruidas, la más lejana, y Carpo apenas tardaba un momento en superar la desazón para correr hacia él.
—Vuelve.
—No me toques.
—¿Qué tienes?…
—Una pupa en la rodilla.
—¿Y en la barriga?…
—Una bomba. Si te acercas la hago estallar.
Ambrosio contempla a Carpo sentado en la piedra e intenta distinguir en él al niño desarrapado que por un momento mantiene la granada en la mano. Ese niño que Carpo fue y que sigue incrustado en él como una esquirla imposible de extirpar.
El niño sabe que se trata de un tesoro peligroso y que eso lo hace más preciado. También sabe que el peligro forma parte de la amenaza de su posesión y que esa amenaza le infunde el poder secreto de andar entre la gente como si perdonase la vida a quienes están a su alrededor. La vida que tan fácilmente invierten unos y otros en él con las oportunas bofetadas.
—Malo de malos pensamientos e intenciones… —dice Carpo, cuando en el recuerdo del sueño corre tras el niño que asomó al otro lado de la pared y le hizo burla—. Puedo contarle a usted por dónde anduvo con la bomba y lo que de pronto se le ocurrió. También puedo contarle lo que hizo con la bayoneta que encontró en el mismo sitio que la granada, los Cuarteles de la Remonta en Borenes.
—No me lo imagino —dice Ambrosio, que no acaba de distinguir al niño en la figura inclinada de Carpo, que vuelve a toser y escupe lo que más puede parecerse a una esquirla sanguinolenta.
—En la Iglesia de la Sagrada Forma, una misa mayor. Está pidiendo en el atrio y es una ocasión en que nadie lo vigila. Muchos días se escapa con el regusto de las bofetadas y no hay quien lo encuentre. Acaba la misa y según va saliendo la gente, él entra, apretujado en el barullo. Se lleva la mano al pecho y saca la bomba, la aprieta como si pudiera decidir el estallido. ¿Y sabe usted lo que dice, igual que si rezara o susurrase a los que lo oprimen y empujan?… No me tientes, no me apures, ni me rasques ni me aprecies. Lo que vale la camada y la suerte del bendito. Ve con ojo, no te rías…
—Un chico con esas intenciones no es conveniente —dice Ambrosio, que en la opacidad de las cataratas advierte una sombra esquelética y muy movida.
—La bayoneta estaba herrumbrosa, pero no le fue difícil conseguir unos trapos y aceite. Brillaba. Era larga y afilada como un cuchillo de monte. La llevó durante mucho tiempo sujeta al cinto y oculta bajo la pernera. El día que la perdió tuvo el mayor disgusto de su vida. No le quedó más remedio que tirarla en una persecución. Algunas noches, cuando estaba solo, la sacaba, la ponía sobre el pecho, rozaba con la punta la garganta, llegaba a hacerse sangre. Y en tres ocasiones se la clavó a tres chicos de los que andaban con él en parecidos derroteros. A dos de ellos en los muslos y a otro en el brazo. El filo, la pestaña, el diente, la caricia, decía cuando limpiaba la hoja. No veas lo que rasga, no quieras lo que tientas, no te rías…
Ambrosio siente el reguero de la niebla en la cuesta y escucha las palabras de Carpo como un eco en la humedad. Le parece que el muchacho se pone de pie y que mueve los brazos y las piernas, acaso intentando desentumecerlas.
—Ese niño tenía la pericia del malvado, no lo dude, y lo peor que me queda a él se lo debo, a que fue mío, a que fui yo mismo. Ese niño soy yo, no otro cualquiera, yo mismo. Uno no sabe lo que las bofetadas contribuyen a que la pericia aumente, para todo se puede encontrar justificación, y la vida no es la misma en el resultado. La vida que se tiene y la que se quiere y la que se merece. Hubo más bofetadas inmerecidas que merecidas, pero más de una llegó cuando era necesaria. Ese crío es un quiste y, por si usted no lo sabe, el quiste contiene humores o materias alteradas, es una vejiga llena de amenazas.