56.
Tarda en incorporarse. El esfuerzo de hacerlo proviene de la conmoción y, sin embargo, no hay daño en ninguna parte, nada le duele. La niebla lame los ojos cuando logra sentarse. Una saliva que enfría el lagrimal y empaña la mirada como si las cataratas se estuvieran derritiendo.
No era la primera vez que el hombre que llegó a la Ciudad de Sombra quince años atrás hacía el esfuerzo de incorporarse tras ser abatido o sufrir una caída en un descuido o un accidente. El hombre fue extremadamente cuidadoso en los primeros tiempos, y el ensimismamiento de la oscuridad propició la entereza de su deambular invisible, también lo que impostaba el carácter sumiso y aleatorio de quien nada tenía que decir o hacer en ningún sitio, como si la lejanía y la obediencia estuviesen sobrentendidas en cualquier recado o mandato.
En las noches de esos quince años Ambrosio Leda se había arrastrado para esconderse tras una alerta o una orden, y también había sucumbido en un mal paso, como si en la orientación de la voluntad urbana fallasen los resortes y el cuerpo se desentendiera de la mente en lo que se pudiera parecer a un desvanecimiento, o a la imprevisión que desarma el ánimo y contradice el albedrío.
Hubo una primera noche en que alguien advirtió de una redada. Ambrosio acababa de recoger una carga en la carbonería de las Colominas. El saco le pesaba en la espalda más de lo habitual. La advertencia le produjo más desánimo que miedo; eran los primeros tiempos de su estancia en Balma, todavía las salidas tenían la reticencia de quien nada debe improvisar, y en las piernas del huido los temblores proporcionaban la contraseña de un camino siempre sinuoso.
Una redada contenía el anuncio del mayor peligro. Los que en la noche iban y venían sin otra confidencia que la de los ocasionales hallazgos en las búsquedas reiteradas se dispersaron antes de que Ambrosio pudiera percatarse no ya de que se había quedado solo, sino de que no sabía exactamente dónde se encontraba.
Las Colominas ofrecían la encrucijada más desconocida al Sur de Balma, por los pies yertos de la Ciudad de Sombra y los dedos engarzados que apretaban las casas como si quisieran cerrar las calles o estrangular en las callejas lo que los vecinos intentasen alcanzar.
Pudo ser la primera noche en que Ambrosio Leda sintió que la Ciudad era un laberinto más intrincado de lo previsible, no ya en la proporción del desconocimiento que de ella todavía tenía, especialmente ese Sur al que apenas había llegado en tres ocasiones anteriores, sino porque en la trama urbana de su configuración existía ese artificio destinado a la confusión para que nadie lograra hacerse dueño de ella.
Lo que con el tiempo llegaría a comprender, mientras la costumbre de las noches se acomodara a la propia voluntad urbana, y los pasos fuesen tan insistentes en todos los caminos posibles, fue que en el escenario de la Ciudad de Sombra no había ningún orden preciso ni una representación estable. El escenario tuvo un cometido en el pasado, cuando Balma fue dueña del esplendor que alertaban los vestigios, o en la decadencia demorada en el tiempo, mientras la vida de la Ciudad se correspondía con el discurrir de los ríos que la escoltaban, la corriente que bifurcaba dos orientaciones o dos destinos y que tanto contribuiría a su destrucción.
Dejó el saco con el carbón en la esquina de la primera calle. Corrió hasta un portal cercano. En las Colominas había una resonancia contrapuesta entre el pavimento que cruje y las fachadas que se resquebrajan. El desánimo de Ambrosio alimentaba el desaliento y se relacionaba con la debilidad de su mala alimentación.
Las calles estaban vacías, pero permanecía el eco de las pisadas de quienes se fueron tras la alerta de la redada. Entre la intención de seguir huyendo, con el cuidado necesario para no ser descubierto, y abandonar el saco, fue consumiendo Ambrosio las horas que hacían de la noche un túnel por el que nunca se había introducido con tanta inquietud.
Decidió permanecer allí, inmóvil, vigilando el saco que contenía la carga de carbón, tan necesaria para su subsistencia. Amaneció con desgana. El cuerpo de la Ciudad de Sombra se daba la vuelta sobre sí mismo tras el sueño, los pies se habían estirado.
Fue la primera ocasión en que Ambrosio Leda hizo el regreso a la guarida sin el amparo de la noche, como cualquier vecino madrugador que va o viene del trabajo.