40.

—Todavía no es la hora, pero mejor pronto que tarde… —dice el hombre que asoma al portal de la Cuesta Vestales sin disimular la vigilancia, pero precavido para que ningún paseante nocturno repare en él.

Ambrosio baja el saco del hombro, la voz le resulta conocida y en sus ojos se mueve una sombra roñosa que vira en la oscuridad indicándole que le siga.

—Vienes sin intención ni atisbo, como el que echa las cuentas sin tener obligación, pero ya sabes de lo que se trata, no puedes imaginarte lo que me gusta que te hayas adelantado. El corazón de Egira es un flan, y en la hora transatlántica cuando aquí dan las nueve allí es mediodía. Supongo que te habrás mudado y que traerás un pañuelo limpio.

Ambrosio llega al lado de Ceno. La voz se corresponde con una fisonomía abrupta, pero el aroma de la colonia parece suavizar lo que el pelo crespo deforma. Ceno Maceda tiene un cuerpo que abulta el doble que el de Ambrosio y, tras los primeros cuatro pasos a su lado, Ambrosio siente que sus movimientos lo empujan, como si Ceno necesitara la calle entera para caminar.

—Estás avisado… —dice Ceno, que acaba de detenerse para mirar a Ambrosio con la intención de quien pasa revista—. Nada tienes que decir que se te ocurra, lo más que se te pide es que asientas, en realidad no tienes otra encomienda que la del maromo que las ve venir. A Egira mientras menos la mires, mejor.

Ambrosio arrastra el saco, el peso no se corresponde con lo que en él debiera haber, sin duda algo le echaron dentro en el almacén de Casimiro.

Ceno Maceda pasa los dedos por las solapas de la chaqueta de Ambrosio, le levanta las hombreras.

—Elegante. Lo estrecho tiene mejor hechura que lo holgado. Se nota la plancha y se agradece la limpieza en seco. Un cromo no puedes ser, ya que la vida no te deja, pero está claro que el que tuvo retuvo. El alquiler también se te abona, no te preocupes. Los que nacimos estirados tenemos esa suerte y esa prestancia. Ni de pobre se pierde la cualidad.

Ceno se disipa en la niebla cuando la Cuesta Vestales deriva en los Bloques del Firmamento. La niebla teje una roña húmeda que es como el humo mojado por la colonia de Ceno y en los ojos de Ambrosio se acumula la mayor confusión.

Los Bloques del Firmamento concentran las moles desgajadas que en otros espacios de la Ciudad de Sombra repiten una entelequia arquitectónica de cuya planificación nadie sabe nada, como si el invento racionalista hubiese sido aborrecido en el trance de su edificación, entre el resentimiento y la culpabilidad de quienes pudieron idearlo.

Los cuatro Bloques derrotaron con su estructura de cemento armado los reincidentes bombardeos que Balma sufrió en este costado urbano, y la derrota es un indicio de su fortaleza y de su inutilidad. Nadie llegó a habitarlos. Los ojos ciegos de las ventanas horadan el hormigón y las vigas metálicas rasgan como puñales algunas paredes.

El Firmamento ni siquiera tiene la condición de barrio en el despojo del viejo Distrito de la Condonación, uno de los más desolados en el Este de la Ciudad de Sombra, donde la metralla hizo su siembra sistemática y un bombardero se estrelló en las Escuelas Graduadas.

—Prestancia y hechuras… —dice Ceno Maceda, que acaba de encender un pitillo, al pie de la rampa que llega a los bajos del primer Bloque—. Ahora te peinas un poco y te pones esta corbata. El maromo hace las veces de novio formal.

La soledad de los perdidos
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