117.

Con la niebla se mezcla un humo de leña. La noche esconde una llama diminuta en algunos portales del Temple, donde el vecindario no concilia el sueño sin que algo arda como una señal, para apaciguar a los escamados espíritus de quienes siempre se acuestan con alguna dolencia moral más secreta que confesa.

De lo que en alguna ocasión pudo suceder en el Temple, cuatro calles angostas fortificadas en su escueta geometría, nadie sabe nada en la Ciudad de Sombra y, sin embargo, existe alguna suspicacia que hace recelar a quienes cruzan necesitados de hacerlo, ya que en la Ciudad siempre existió un fluido de murmullos y murmuraciones que en el tejido auditivo de la misma esparció lo que sin escucharse se sobrentiende, o queda en el eco de lo que se dijo sin mucha voluntad de decirlo, como si las voces fuesen ruidos que rozan la atmósfera de modo parecido a la lluvia que moja las paredes.

No es el Temple un espacio urbano escamoteado a la Ciudad de Sombra; tiene en las casas un orden que las semeja a la modernidad de su Ensanche, y la peculiaridad de no haber recibido daño alguno en los bombardeos de la Contienda, como si en la precisa cuadratura se hubiese preservado lo que cierran las manos con la voluntad férrea de los dedos entrelazados.

—No se puede indagar lo que nadie quiere saber —dijo en alguna ocasión el cronista Decelio, que puso en cuestión la ubicación tradicionalmente aceptada del campamento romano fundacional de Balma—, porque la vida y la historia tienen muchas veces contradicciones y contrariedades que es mejor no conocer. A fin de cuentas, la verdad, sea del grado que sea, tiene que ser deseada, y el compromiso moral de desvelarla no puede sustentarse en la duda o la sinrazón. También hay hechos de los que avergonzarse, en las urbes lo mismo que en las personas.

Lucina salta con la alegría de una muñeca a la que acaban de darle cuerda. Es una niña que no tiene edad, y hay algo raro en sus ojos, que nunca fijan la dirección de la mirada.

—No me gusta un pelo —dice Carpo, que la sigue receloso al lado de Ambrosio, a quien Lucina le hizo un gesto amistoso y la venia para lo que podían ser los primeros pasos de una danza—. ¿Es una cría o es una enana?…

—Es una niña que ve lo que no entra por los ojos y que predice lo que no acaba de suceder. Unas veces anda por los tejados y otras por las calles, y no parece que distinga la altura del suelo. Una niña que no creció.

—Lo justo para que me revuelva el estómago —asegura Carpo, contrariado y temeroso—. Esos galimatías me ponen enfermo, y ya tengo bastante con lo mío. Me voy a resolver los asuntos más urgentes, y le veo a usted por el Galpón o el Barandales. Tendrá las ampollas prometidas, y haremos cuentas, no se piense que soy el único beneficiario del alijo.

—Yo le quiero preguntar una cosa —dice el niño malo—: ¿Las niñas que ven visiones tienen mayor garantía que quienes leen las rayas de la mano?

—Déjate de pijadas, que ya tengo la cabeza como un bombo.

Lucina alza los brazos y da una vuelta sobre sí misma como una bailarina de ballet.

—El que te inquieta es el que mejor te conoce —dice la niña, sin que la mirada se fije en ningún sitio, cuando Carpo Expósito da unos pasos para irse—. Con la bomba en el pecho y el riesgo de no hacerse mayor.

—¿Es que no voy a poder deshacerme de él?… —le pregunta a Lucina el niño malo con la voz angustiada.

—La misma cruz del que sin tener otra envoltura tuvo tallado el corazón en la misma piedra.

Lucina se queda inmóvil, sostenida en el pie derecho, con las manos engarzadas sobre la cabeza.

—Además de pirada está ciega —confirma Carpo—. No sé si es parienta suya, o alguna huérfana desavenida. De cualquier modo, no la aguanto. Me voy con viento fresco, tampoco está claro que no pueda tirarme todavía a la taquillera.

—¿Y qué puedo hacer para no tener que aguantarle, contagiado del mismo mal de su pulmón y de sus malas artes?… —inquiere suplicante el niño malo.

—La piedra cae sin desprenderse de la mano de quien la tira. Cae por su propio peso. En todo lo que cae existe el mismo peligro del desvanecimiento. Cae el mundo. Cayó Balma. También mi amigo Ambrosio se desvanece y pierde el sentido, como si la muerte lo llamara.

En la cabeza de Ambrosio hay una llama diminuta que está a punto de apagarse, y el destello le produce el instantáneo mareo de la palmatoria que se mueve en el caracol de los peldaños de la Cripta o en la señal de algún portal del Temple, como si la llama contuviera el suspiro de las ánimas o el brillo oculto de los ojos ciegos de Lucina.

La soledad de los perdidos
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