109.
Ambrosio y Carpo tardan en decidirse. La oscuridad de las naves apenas tiene el leve fulgor de algunos pebeteros. Al goteo de la pila bautismal se le unen los resquebrajamientos de las maderas secas, o un gemido en las tubas del órgano que asoma en el coro como la quilla de un barco encallado.
Ambrosio coge a Corvino por los pies y Carpo por debajo de los brazos. El cuerpo está rígido, como si el golpe lo hubiera enquistado, pero según avanzan, con mayor dificultad de la prevista, notan que se revuelve y, cuando apenas han salido de la Capilla y todavía no saben hacia dónde dirigirse, el cuerpo se rebela, mueve las piernas y los brazos, y se les va de las manos.
—Hay que dejarlo —dice Ambrosio, desistiendo de cualquier esfuerzo, desazonado y vencido por el cansancio.
Corvino patalea en el suelo. Se sienta. Intenta incorporarse. Farfulla sin que se le puedan entender las palabras, que tienen un tono de recriminación y desahogo.
—Nos debe lo convenido —dice Carpo—. No vamos a irnos de rositas. Ayúdame a ponerlo en ese confesionario, y vamos a registrarlo. El trato es el trato.
Corvino se resiste. Se levanta, vuelve a caerse. Intenta darle una patada a Carpo.
—Lo mejor es dejarlo —decide Ambrosio—. No vamos a conseguir nada.
Carpo arrastra el cuerpo de Corvino, que parece adormecerse mientras farfulla una retahíla de palabras tan grumosas como la porquería que ensucia sus labios y su barbilla.
Logran sentarlo en el confesionario. El cuerpo se vence hacia un lado, pero se sostiene.
Carpo le desabotona la chaqueta, mete la mano en el bolsillo interior, saca una cartera.
—No le vamos a robar —dice Ambrosio, atemorizado por el eco de una tuba que emite el gemido de un viento gutural en el coro, como si el órgano intentara rescatar las primeras notas de un motete.
Carpo guarda la cartera en el bolsillo del pantalón. Cierra la portezuela del confesionario.
—Los muertos son míos… —musita Corvino, que abre los ojos al tiempo que alza la cabeza y recuesta la espalda—. Esos muertos incestuosos, que emponzoñaban la rutina conyugal y los bienes gananciales.
Es una voz pastosa, resbaladiza, que resuena mordaz en el quebranto del alcohol.
—Ella, la niña gazmoña y costurera, y él, el congregante bisojo y meapilas. Los hermanitos del cuento de la casita de chocolate, los ahijados del hada madrina. Igual tejían que cantaban, el gorgorito y la copulación. La copla del canijo, la que dice que el mojigato no se anda por las ramas. Dios los tenga en la gloria, benditos sean.
Corvino empieza a cantar, tras un vano intento de salir del confesionario. Carpo sujeta la portezuela y cierra las ventanas, que tienen desajustadas las celosías. La voz del borracho adquiere un tono solemne y elevado, como poseída de pronto por una ronquera litúrgica.
Ambrosio tiene la impresión de que esa voz encerrada que, sin embargo, retumba en el vacío de las naves, ayuda a que el viento inmovilizado en las tubas del órgano vuelva a moverse arrastrando los gemidos, aunque poco a poco se convierte en una música que parece ajustarse a la partitura o a la improvisación de alguien que rastrea las teclas.
—Suena a la misa de difuntos —reconoce Ambrosio, sin que Carpo se entere de lo que quiere decir.
—En estos templos se citan con frecuencia las sabandijas, y el que no espabila corre el riesgo de verse excomulgado.
—Es un réquiem.
Carpo desaparece veloz y Ambrosio le sigue despistado. Se refugian por un momento debajo de un púlpito, y entonces reconocen la voz del canónigo Donato que exclama compungido desde el púlpito, como si se estuviese dirigiendo a los posibles fieles de la homilía del próximo domingo.
—Lo único que de veras preocupó a Dios, queridos feligreses, no fue otra cosa que el hecho de que la Virgen se quedase de nuevo embarazada.