181.

Ambrosio y la mujer guardan silencio. Los ferroviarios de la barra bostezan y se ríen. En la atmósfera de la cantina se diluye la niebla que se mezcló con el vapor y el humo.

—A lo mejor —dice Ambrosio, con la inquietud que deriva de la mirada que recompone en el espejo roto los rasgos del rostro de la mujer y los suyos— los sueños ayudan a algún grado de reconocimiento. La misma llamada y el mismo frío. No he tenido muchas oportunidades de compartir ese tipo de emociones y secretos. Por lo menos hace quince años que huyo de los sentimientos que pudieran trastornarme o delatarme. He necesitado enfriar el corazón y la mente hasta límites insospechados.

—No sé lo que usted habrá pasado… —dice la mujer, que vacía la taza con el último sorbo y cierra los ojos un instante, ajena todavía a la mirada de Ambrosio—. Me gusta eso que dice de que los sueños puedan ayudar a algún grado de reconocimiento. Yo me reconozco en ellos, y reconozco de modo insistente a mi madre, que me acompaña casi de forma obsesiva en muchos de ellos. El miedo y el frío, así es. Una puerta que no me atrevo a abrir, y que es igual que la suya, aunque sea distinta la habitación.

Ambrosio asiente y baja los ojos, consciente ahora de que es ella quien fija en su rostro la mirada, y persuadido de que esa mirada le procura a ella la paralela inquietud de un presentimiento.

—¿Qué edad tiene usted?… —pregunta con espontánea confianza.

—Veintidós años… —dice la mujer, sonriendo—. El tiempo suficiente para que la vida no vuelva a engañarme.

—Hay que esforzarse un poco para que eso suceda. Es frecuente que el engaño no tenga nada que ver con la experiencia de haber vivido y haber aprendido a defenderse.

—La verdad es que no me esfuerzo demasiado, pero he tenido que espabilar. Una se engaña a sí misma con tanta facilidad como te engañan los otros. Hace mucho tiempo, cuando era una niña, me engañaron por primera vez, y lo hicieron de la forma más cruel que pueda imaginarse. La persona a la que más quería del mundo me mintió, y era un engaño y una mentira que estaban premeditados para cambiar mi vida, para que todo se volviera del revés. Yo era una niña incapaz de comprender nada, pero predispuesta para entender lo que aquella desgracia me supondría. La vida puede acabarse a los siete años. La vida que una niña se merece, la que necesita el amparo de los suyos. Fui esa niña perdida en el Bosque, dejada o abandonada, como la protagonista de alguno de esos cuentos que tanta angustia me crean.

Ambrosio Leda siente la sacudida que remueve el recuerdo de lo que le corresponde, y no se atreve a alzar los ojos hasta que piensa que ella ha dejado de mirarle.

—Es curioso… —dice la mujer, acentuando la cordialidad— lo que supone encontrarse casualmente a alguien, como a usted y a mí nos sucede esta noche, y que el encuentro suscite la naturalidad de hablar de lo que, en mi caso, casi nunca hago. El miedo y el frío, que dice usted al contarme su sueño y hacer yo lo mismo con el mío. El reconocimiento que el sueño proporciona. No sabe usted lo que esto puede reconfortarme, sobre todo después de la confusión y el desconcierto en que me encontraba al bajar del tren. Tengo que agradecerle lo que está haciendo por mí.

—Esperaba al correo… —confiesa Ambrosio—. Me habían vaticinado el retraso exacto del mismo en que llegué a Balma hace quince años. Y voy a serle sincero, alguien podría llegar en él, no sé si por casualidad o predestinación. La vida no puede quedar eternamente incompleta, es igual que las novelas. Una trama se acaba, mejor o peor, cuando se completa, igual que yo intento desde que vivo en Balma completar la noche. Iba a tomar el correo, se me ocurrió casi espontáneamente, una idea bastante absurda, pero ya estoy arrepentido. ¿De dónde viene usted?…

—De Doza.

—¿Vive allí?…

—Siempre he vivido en Doza. Ahora voy al Castro, me han ofrecido un trabajo en la Tabacalera. Es la primera vez que dejo Doza, pero no se crea que me importa demasiado.

La soledad de los perdidos
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
I_Pasos.xhtml
1.xhtml
2.xhtml
3.xhtml
4.xhtml
5.xhtml
6.xhtml
7.xhtml
8.xhtml
9.xhtml
10.xhtml
11.xhtml
12.xhtml
13.xhtml
14.xhtml
15.xhtml
16.xhtml
17.xhtml
18.xhtml
19.xhtml
20.xhtml
21.xhtml
22.xhtml
23.xhtml
24.xhtml
25.xhtml
26.xhtml
27.xhtml
28.xhtml
29.xhtml
30.xhtml
31.xhtml
32.xhtml
33.xhtml
34.xhtml
35.xhtml
36.xhtml
37.xhtml
38.xhtml
39.xhtml
40.xhtml
41.xhtml
42.xhtml
43.xhtml
44.xhtml
45.xhtml
46.xhtml
47.xhtml
48.xhtml
49.xhtml
50.xhtml
51.xhtml
52.xhtml
53.xhtml
54.xhtml
55.xhtml
56.xhtml
57.xhtml
58.xhtml
59.xhtml
60.xhtml
61.xhtml
62.xhtml
63.xhtml
64.xhtml
II_Pisadas.xhtml
65.xhtml
66.xhtml
67.xhtml
68.xhtml
69.xhtml
70.xhtml
71.xhtml
72.xhtml
73.xhtml
74.xhtml
75.xhtml
76.xhtml
77.xhtml
78.xhtml
79.xhtml
80.xhtml
81.xhtml
82.xhtml
83.xhtml
84.xhtml
85.xhtml
86.xhtml
87.xhtml
88.xhtml
89.xhtml
90.xhtml
91.xhtml
92.xhtml
93.xhtml
94.xhtml
95.xhtml
96.xhtml
97.xhtml
98.xhtml
99.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
102.xhtml
103.xhtml
104.xhtml
105.xhtml
106.xhtml
107.xhtml
108.xhtml
109.xhtml
110.xhtml
111.xhtml
112.xhtml
113.xhtml
114.xhtml
115.xhtml
116.xhtml
117.xhtml
118.xhtml
119.xhtml
120.xhtml
121.xhtml
122.xhtml
123.xhtml
124.xhtml
125.xhtml
126.xhtml
127.xhtml
128.xhtml
129.xhtml
130.xhtml
131.xhtml
III_Pasadizos.xhtml
132.xhtml
133.xhtml
134.xhtml
135.xhtml
136.xhtml
137.xhtml
138.xhtml
139.xhtml
140.xhtml
141.xhtml
142.xhtml
143.xhtml
144.xhtml
145.xhtml
146.xhtml
147.xhtml
148.xhtml
149.xhtml
150.xhtml
151.xhtml
152.xhtml
153.xhtml
154.xhtml
155.xhtml
156.xhtml
157.xhtml
158.xhtml
159.xhtml
160.xhtml
161.xhtml
162.xhtml
163.xhtml
164.xhtml
165.xhtml
166.xhtml
167.xhtml
168.xhtml
169.xhtml
170.xhtml
171.xhtml
172.xhtml
173.xhtml
174.xhtml
175.xhtml
176.xhtml
177.xhtml
178.xhtml
179.xhtml
180.xhtml
181.xhtml
182.xhtml
183.xhtml
184.xhtml
185.xhtml
186.xhtml
autor.xhtml