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Ahora escapa la noche y el primer atisbo de la luz está en la cola que se arrastra lentamente como un fantasma huido por el horizonte de Balma, donde el resplandor es una espina que hiere la mirada, mientras la niebla va cayendo seca en la superficie urbana y ni siquiera tiene la estela del humo en su declive polvoriento, apenas el resuello de una respiración enferma.
Esa noche llegó a abarcar los confines de su andadura con la persistencia de quien se aferra a lo que logra hacer suyo, y se complace en tenerlo acaso más tiempo del debido, como si la propiedad no proveyese otra alternativa, pero sabiendo que en el curso natural de las cosas y de los acontecimientos la realidad es mudable y nada permanece sin cambio y alteración.
Es ahora una noche que pierde la batalla, y también la concentración y el ensimismamiento, igual que pierden la oportunidad de ser fieles a sí mismos los habitantes de la Ciudad de Sombra que duermen inquietos y viven aletargados, poseídos por el mal de la Historia y la revelación inesperada de los secretos que perturban su conciencia.
La fidelidad no está contemplada como un atributo del propio conocimiento, y la Balma que de nuevo asoma la cabeza en el amanecer que destella en su corona aboga otra vez por la perdición y el silencio, como si la suma de todo lo que en ella sucede, el latido de las palabras y los actos ruines, la memoria removida y la inmovilidad que espesó el pasado fuese parte de la contribución más patente a su desaparición.
Los contrastes de la realidad y el sueño, la amistad de los dormidos y los callados, la convivencia entrevelada de los vivos y los muertos, de quienes mataban y morían con parecida determinación, también están contemplados en el común aliento de los desaparecidos, como si la contribución obtuviera iguales deseos que verdades, una quimera empecinada en la desgracia con que la vida cobra lo que ya perdió la cualidad de la deuda, lo que dejó de ser un débito y es apenas una carencia, el tributo que ya nadie debe a nadie.
Lo que Ambrosio Leda tarda en llegar a la Estación es lo que tarda en derretirse el pensamiento que en él se resiste, cuando las calles le asedian con su denodada voluntad, a entregarse, como si ya fuera uno más de los habitantes de la Ciudad de Sombra, contabilizado en el padrón, y al igual que ellos se adueñara del mismo sueño y la merecida vecindad.
Las noches acumuladas, que ahora arrastran la misma cola por el horizonte de Balma donde el resplandor es la espina que hiere la mirada, son la parte crucial del patrimonio de Ambrosio Leda, que no atesora otra cosa que lo que ellas depositaron en el saco con que durante quince años acarreó su existencia, y es en ellas, en el recorrido donde perviven las huellas de su acumulación, donde puede reconocerse o al menos adivinar lo que subsiste de la vida de un emboscado.
—Poco más de lo que queda… —se dice Ambrosio, sin que las palabras lleguen a los labios— y poco menos de lo que resta. El propio correo me puede servir, aunque me daría lo mismo una dirección que otra.